jueves, 20 de diciembre de 2012

Para Jacinta, con cariño

Atención Jacinta Gutiérrez. Trabajadora social, departamento de atención al ciudadano.

Crónica de una petición no exagerada.

Pensé, pienso.
Participo, comunico.
No pensé, no pienso, no participé, no comuniqué.
¿Qué diría mi padre si viviera?, ¿qué dijo mi hermana cuando ella le contó?
Hace cinco años, conmemorando el día de hoy, definitivamente fue un día fuera de lo común, un día que me gustó mucho y que no quisiera que se repitiera jamás, porque hay días que son únicos y no deben repetirse nunca. Estuve esperándolo para preparar la cena, como siempre, y comer juntos. Él siempre llega hambriento del trabajo, yo no tanto, porque hago muchas meriendas. Él siempre pregunta cómo hago para que me rinda el dinero con tantas meriendas. Yo le respondo que voy al mercado y compro un saco de naranjas cada semana, ríe.

- “Las naranjas te harán redondearte” - dice. Río yo.

Comemos. Él me ayuda a picar la cebolla, sabe que no me gusta hacerlo. Aunque sí me gusta comerla, luego que está en trocitos muy pequeños. La comida no nos queda muy buena esta vez, ambos nos miramos con cara de hambre y acordamos en pedir una pizza. La pizzería de la esquina de nuestra calle es costosa, pero siempre ha sido muy buena. No comía mucha pizza antes de conocerlo, pero como a él le gusta tanto ahora ya me acostumbré y hasta la extraño cuando pasamos más de tres días sin comer alguna. La pizza está rica, “- menos mal”, dijo él y ambos nos miramos a los ojos. Luego me levanto a lavar los platos y él se acerca, me toma de la cintura y me besa en la nuca. Un escalofrío recorre mi cuerpo y siento una enorme sensación de paz. Hacía tiempo que no me besaba con tanta ternura, pienso. Me ayuda a secar los platos y dice que tiene que darme algo importante. Sonrío. Siempre que se pone así, circunspecto, disimula más bien algún regalo que me dará posteriormente. Yo lo sé, por eso sonrío. Saca una pequeña caja del bolsillo izquierdo de su pantalón gris y lo pone en mis manos, aún húmedas y hasta un poco enjabonadas. Tiemblo un poco, de la emoción, y al abrir la caja descubro dos anillos, uno para él, otro para mí. Así comienza nuestro compromiso. Lloramos.

Apenas una semana más tarde, a la hora de la cena, conversamos acerca de tener un hijo. Esquivo un poco el tema al principio, pero en pocos minutos reflexiono acerca del asunto y empiezo a sentir que ya es el momento. Tenemos mucho tiempo de novios y ahora que todo es más formal, ¿por qué no? Un niño, o una niña, traerá más alegría a nuestro recién comprometido hogar. Pero hay algo que empieza a atormentarme los días subsiguientes: siento que tengo que comunicárselo a mi familia. Al menos a mi madre. Él no parece darle importancia a mis palabras, las evade como puede y dice que tenemos que empezar a hacer el papeleo de la adopción cuanto antes, que ese tema era difícil y que quizá pasarán años antes de que nos permitan hacernos cargo de cualquier pequeñín. Yo asiento, olvido un poco el tema de mi madre y le pregunto qué necesita de mí. Responde que todos los documentos que me identifican, por supuesto, y no debe olvidárseme la fotocopia de mi pasaporte y de la constancia de trabajo, así como los títulos obtenidos a lo largo de mi época de estudiante. Por ese lado no tengo problema, pienso, ya he recopilado algunos de mis títulos (tanto universitarios como de institutos privados en los que realicé talleres y otros cursos), pero sí tendremos que formalizar nuestra unión, le comento. Él no vacila ni un momento, me dice que tiene todo listo para dentro de un mes.

Esa sorpresa me alegra también, él siempre se encarga de todos los trámites que a mí me parecen tediosos, así como de la organización de cualquier reunión o festejo. Uno o dos días más tarde saca un sobre de su maletín marrón, que le había regalado el día de su cumpleaños número veintiséis y me lo da. En el sobre hay unas 40 invitaciones para una recepción que se llevará a cabo después de nuestro matrimonio civil. Lo abrazo, feliz. Nos besamos tímidamente. Es raro, desde hace tiempo no nos besamos así. Llega el día y nuestros amigos más íntimos vienen a compartir nuestra dicha.

Una semana después del matrimonio, ambos estamos en la agencia de adopción conversando con ud, la trabajadora social. No se comporta de forma alentadora. Regreso a casa triste, por primera vez en meses. Las alegrías no me habían abandonado hasta entonces: tengo un buen trabajo, un amor sincero a mi lado y una casa decorada a mi antojo. Solamente queremos un hijo. Y no cualquier hijo. Queremos uno al que podamos amar con todo nuestro ser y alejar de la miseria, de la inmundicia y de la incomprensión. Ya de eso sabemos nosotros dos bastante. Ahí empieza nuestra lucha.

Mi esposo es siempre el equilibrado, el que trae armonía y el que me consuela en mis momentos desesperados. Nos niegan la adopción en varias agencias, y yo no hago más que pensar de qué manera podemos llenar ese hueco que nos ahoga día tras día. Pasan meses que se convierten pronto en muchos años y seguimos viendo cómo en nuestro propio país subdesarrollado y cómo en otros países también subdesarrollados hay cada vez más niños, niños por doquier, maltratados, con hambre, viviendo en la miseria y nosotros, sin embargo, seguimos siendo indignos, desde el punto de vista legal, para adoptar algún pequeño. Empezamos a desvariar: Recorremos jugueterías juntos, visitamos escuelas, las que creemos más convenientes para la educación de un hijo que nunca llega, así como también visitamos centros deportivos, artísticos, culturales, para al menos hacernos la idea de cómo será tenerlo, en nuestros brazos, criarlo y luego hacerlo un hombre o una mujer de bien.

Al cuarto año de búsqueda en vano, me visita mi madre un domingo. Nunca espero una visita suya. Hace mucho que me fui de mi patria y uno de los principales motivos fue precisamente ella. Pero un día sin previo aviso timbra a mi puerta y allí está de pie (¿cómo consiguió mi dirección?, me pregunto). Me mira ella, un poco con desprecio, un poco con decepción, pero resignada, sin duda. Entra casi sin saludarme, un beso mal dado en la mejilla y deja a un lado una maleta pequeña, no se quedará más de tres días, sentencia. Como no la he invitado, no entiendo muy bien a dónde va a parar todo esto. Mi esposo llega a la media hora, ha salido a trotar como todos los domingos y entra apresurado a bañarse, no le gusta estar tan acalorado. Pasa tan rápido que no repara ni siquiera en la maleta de mi madre. Ella y yo estamos ahora en la cocina, le ofrezco una taza de té verde, que acepta un poco a regañadientes, declarando que no lo endulce. Me dice que sabía que algo me atormentaba y que está dispuesta a ayudarme. Yo sigo vacilante. Mi esposo sale del baño, al menos se ha puesto un short, (menos mal, pienso) y entra en la cocina. Ahora sí ve a mi madre y mi madre a él. La saluda con cariño y jovialidad y ella, con mucho más desprecio del que me ha demostrado a mí, responde al saludo. Mi esposo me mira con ternura y comprende, de inmediato, mi malestar, aunque no parece sorprendido de su presencia. Se sienta y declara: - Sra., si ha venido para ayudarnos, empecemos a planificar cómo.

Nota mi esposo mi seña de sorpresa, y dice a su vez: “Hablé con tu madre de nuestro problema y de tu pesar, ha venido en nuestra ayuda”. Me levanto, con una furia indescriptible y empiezo a insultarlos a ambos, retirándome y dando un fuerte portazo a la puerta de mi habitación. Ella corre tras de mí. Él queda inmóvil en el taburete de la cocina. Entra a mi cuarto a calmarme y yo no quepo en mí de la molestia. Me dice que ella adoptará al niño o niña y nos lo dará sin chistar. Alego que eso será prácticamente imposible, que los controles están cada vez más estrictos y difíciles, que pedirán a cada rato que demostremos que la adopción se ha llevado a cabo con regularidad y un largo etc. Ella sólo atina a pronunciar que con dinero y con su porte se puede eso, y mucho más.

El proceso comienza al siguiente día. Va acompañada de mi esposo a una de las agencias de adopción que ya habíamos visitado nosotros dos. Respiro rápidamente, los nervios me embargan, pero me quedo en casa. Mi esposo dice que es mejor no hacer mucho revuelo y no acercarme tanto, no vaya a salir algo mal. Espero. Luego de un par de horas llegan triunfantes y con caras destellantes de alegría, mi madre ha conseguido que el año entrante, a finales seguramente, tenga un bebé en casa. No entiendo mucho las explicaciones, por la enorme emoción. Le agradezco profundamente, con lágrimas en los ojos y una sensación indescriptible embargando mi ser y ella, muy seria, declara que no lo hace por mí, ni por nosotros, sino por ella misma, “a ver si finalmente logro criar bien a un hombre”, confiesa. Siento que un gran balde de agua fría cae sobre mi cabeza, desnudándome, desprotegiéndome. Mi madre ha llevado a cabo el proceso de adopción para ser ella la única tutora legal: “total, todavía estoy joven”, argumenta, utilizando a mi esposo (quien me mira ahora incrédulo y consternado) como excusa, dejándome solo de nuevo con mi tristeza, renovando el odio que sentí hacia ella la primera vez que me rechazó. 
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario