lunes, 23 de abril de 2012

Redondas desprendidas del agua de la mañana

Después de una ducha matutina, las dos están mucho más calmadas, pero aún en movimiento. 
Hasta hace pocos minutos ambas pegaban dinámicos saltitos, rebotaban entre sí, e incluso con otras, chocaban contra las paredes, contra las cortinas, contra los productos cosméticos, contra las llaves del baño.

Siempre han sido muy juguetonas, muy saltarinas, muy cambiantes, muy cinéticas. 
El baño, con paredes de baldosa, queda siempre empapado después de la inquieta, agitada y tormentosa aparición de ellas.

Pero poco a poco, una vez que la ducha se ha terminado, una vez que la puerta se ha abierto, una vez que las llaves se han cerrado, va desapareciendo, muy lentamente (y casi de forma imperceptible), cualquier vestigio de que han estado ahí. Sin embargo, las más de las veces, sobre todo en los días muy húmedos, permanecen arraigadas al cuarto de baño el mayor tiempo posible, a menos que alguien se los impida, pero esto último es poco común.

Sin embargo, cuando alguien abre las ventanas, o la puerta de par en par, se van yendo, más rápida o más lentamente, dependiendo del frío que embriague la mañana.

Cuando todavía yacen recostadas de alguna baldosa de la pared del baño, se escurren, alcanzando a la que se encuentra más abajo, se unen, intercambiando roles, juntas se mueven, formando otra (más grande), se acompañan, resbalándose como desde un tobogán... 

Bailan a un ritmo natural, gravitatorio, suave en ocasiones, o incluso de forma entrecortada en otras... se aumenta el ritmo, veloces, se desbocan..., ligeras, sueltas, sencillas, únicas.  
Dentro de la misma baldosa se divierten durante un tiempo para nada prolongado, pero que viven con intensidad. 

Y, de repente, en un largo y asfixiante abrazo, deciden lanzarse al abismo, entre la grieta de una baldosa y otra, regalándose al suicidio, a la extinción, al conformismo de su desaparición.



Ahora la baldosa está seca, esperando que otras dos, o más, al siguiente día, vuelvan a sufrir sus fuerzas intermoleculares intensamente; vuelvan a incluirla en su juego de capilaridad; vuelva a producirse el hermoso fenómeno de una menor o mayor tensión entre ellas, conforme a los cambios de temperatura; vuelva a ocurrir el milagro alegre, silencioso, escurridizo, inevitable. 

domingo, 15 de abril de 2012

Centro de Pintura de las Llamas Doradas. Tarsilio se arriesga.

Al Centro de Pintura de las Llamas Doradas, CEPILLADO, asisten cincuenta personas. No todas reciben el taller de pintura al mismo tiempo. La mitad más uno recibe el curso, dos veces por semana, de 6pm a 7y30pm, y el resto de 7y30pm (aunque realmente comienzan a las 7y45pm) hasta las 9pm. Esta división se hizo tomando como base las edades de los participantes, los ancianos para un lado, los no tan ancianos para el otro. Hay ancianos muy ancianos que no quieren pintar con los otros muy ancianos, así que discutieron, arrogantes, petulantes, indignados, que su técnica y concepción del arte y del mundo se parece más a la empleada y concebida por los menos ancianos, así que decidieron, arbitrarios, sin permiso del director del centro, cambiarse de horario.

El CEPILLADO es un espacio bastante tranquilo, que comienza sus actividades, precisamente, a partir de las 6pm, después de que culminan las clases de educación básica dictadas en el mismo espacio. En la entrada de CEPILLADO hay una enorme pecera, que Tarsilio últimamente estaba observando muy sucia. En la pecera hay caracoles y peces, todos juntos, conviviendo. Sin embargo, la última vez que Tarsilio fue a CEPILLADO vio (o quiso ver) la pecera más limpia, aunque al salir del taller, le pareció una mera ilusión, así que bajó la cabeza, pensativo y algo perturbado. Mientras espera que se dé inicio al taller de las 7y30pm (que siempre comienza más tarde por lo que, usualmente, semana tras semana, repite en su interior: "hubiese terminado de regar las plantas antes de salir corriendo para llegar puntual"), Tarsilio observa la pecera, embobado. Se cuestiona mil cosas mientras persigue con su vista a los peces anaranjados, los más gorditos, que en más de una ocasión le parecieron tontos embarazados, chocándose entre sí y nadando luego, desconcertados, de un lado para el otro. Luego, detiene su mirada en los caracoles grandes, después en los más pequeños, los recién nacidos (que parecen "langostas pulgarcitas"), pegados a las paredes de la pecera, observando y admirando sus lentos movimientos, su calma, su parsimonia. 

Tarsilio, al contrario de los caracoles que observa atento cada vez que tiene ocasión, nunca ha podido estar calmado. De hecho, siempre está apurado. En una reunión con amigos cercanos confesó que en múltiples ocasiones se le viene una angustia al pecho, que le tranca un poco la garganta, el esófago, algo así, no lo supo definir bien porque sus conocimientos de medicina son casi tan limitados que podríamos decir que sólo sabe describir las partes externas que conforman su cuerpo, y que "ahí" (señalándose el pecho y recorriendo su mano hasta la garganta) le comienza una especie de angustia, un desespero, un ahogo, una asfixia, que lo lleva a salir corriendo. Usa tanto esa expresión ("salir corriendo") que sus charlas se tornan siempre aburridas no sólo por lo mucho que la utiliza, sino también por lo rápido que habla, atropellándose con las palabras y respirando profundo al final de las frases, siempre más largas y menos pausadas de lo común. En esa misma reunión confesó que, de chiquito, una vez que había hecho todas sus tareas, que había almorzado, que se había cambiado la ropa del colegio, que había llamado por teléfono a sus papás (que vivían lejos de la ciudad), que había ayudado a su abuela a sacar la basura, salía corriendo a la terraza del edificio gritando "LIBRE" a todo pulmón. ¡Y qué pulmón! Incluso una de esas tardes inundadas de gritos de libertad, una vecina metida, de esas que nunca faltan, subió a enfrentar a la abuela de Tarsilio, porque estaba muy sorprendida y preocupada de escuchar, todas las tardes, una voz aguda que, desesperada, emitía alaridos desagradables más o menos a la misma hora. La abuela de Tarsilio, muy apenada, bajó la cabeza y le dijo que no volvería a ocurrir, que son cosas de muchachos, que no se preocupe que ella le pone reparo al nieto. Pero cuando la vecina metiche se dio media vuelta, la abuela no hizo otra cosa que reírse a carcajadas. Una vez que hubo cerrado la puerta, llamó a Tarsilio y le contó lo sucedido, tras lo cual las carcajadas se redoblaron. La relación de Tarsilio con su abuela era envidiable, eran mejores amigos, incluso sin saberlo... se contaban todo, se reían de todo, sufrían juntos por todo. Así que cuando veían a la famosa vecina caminando por la vereda hacia el edificio, si ellos venían también, apuraban el paso, como corriendo, para cerrar la puerta tras de sí y subir solos en el ascensor, sin tener que cruzarla, intercambiar miradas o frases con ella, total, era una "vecina muy metida", como decía siempre su abuela. Y la gente metida nunca es bienvenida. Así que esa manía de correr (y angustiarse) le viene desde pequeño.

Pero nos estamos alejando mucho de la historia real, de la que ya no pertenece a los recuerdos, de la del CEPILLADO, de la de Tarsilio y todo lo demás. Una vez que nuestro angustiado perenne ya no vivía con su abuela, ni mucho menos con sus padres (porque estaba bastante crecidito), pero tampoco andaba por el mundo del todo solo (aunque de esos pormenores no nos ocuparemos ahora), y se quedaba alelado frente a los movimientos ágiles de los peces y de los prácticamente inexistentes movimientos de los caracoles, en más de una oportunidad, se acercó (con los aspavientos propios de un adolescente, aunque conteniéndose  un poco porque ya no tenía la corta edad que pudiera justificar tal comportamiento) a reclamarle, muy educadamente, bastante apenado de hecho, al director del CEPILLADO que tenía que contratar a alguien para que limpiara la pecera. Que era muy injusto sacar a los animales de su hábitat para venirlos a encerrar en un espacio que además de pequeño, estaba sucio. El director lo evadía, miraba para otro lado, le decía que estaba demasiado ocupado para atenderlo. Hasta que un día, sin más, sin previo aviso, sin esperárselo, Tarsilio vio que la pecera estaba más limpia. Y le sonrió al director. No sabemos si el director lo vio sonreírle, pero sabemos que él sí lo hizo. Luego, entró al taller.

¿Para qué detenernos en la descripción del profesor, ya viejo, si basta con decir que era un personaje que sin duda sabía, y mucho, pero que no sabía expresar todo lo que sabía porque además de hablar en un tono muy bajo, lo hacía sin pasión? Tarsilio sentía un poquito de simpatía por el anciano pintor, pero respeto no mucho, por eso del tono de voz y la poca pasión. Pero igualmente seguía asistiendo porque estaba seguro de que aún le faltaba mucho por aprender. Pintar no se trataba de algo innato, no señor, debía, según él, adquirir técnicas..., que si utilizar la iluminación a su favor, que si cómo mover el pincel sobre el lienzo, que si los planos, que si el estilo, que si la simetría, que si la profundidad, que si las nuevas técnicas con cepillo (haciendo gala y mención al nombre de la institución), que si la regla de la sección dorada, que si el relieve, que si la mezcla de colores y la gama cromática, que si por algo lo llaman arte... en fin, era mucha y muy importante información y no debía perderse ni un solo detalle. Así es que Tarsilio soportaba dos veces por semana el tono grave y monótono del profesor, lo seguía atento, anotaba en una pequeña libreta cuanto podía, y cuando no tenía la oportunidad de anotar, porque tomaba en una mano el pincel o el cepillo y en la otra la paleta de colores, iba guardando en su memoria y organizando cada una de las palabras pintadas pronunciadas por el aburrido maestro. Tarsilio, sin embargo, estaba lejos de ser el mejor del taller. Era, digamos, mediocre. Pero tenía toda la intención de superarse, o al menos eso repetía siempre. A quienes podía iba preguntándoles qué tal me quedó este lienzo, qué tal aquel otro, que estuve toda la noche trabajando sobre él, que te lo regalo, que si te gusta, te lo llevo y lo colgamos en tu sala. Mucha gente lo ignoraba, sonreían y lo ignoraban ("tampoco como para colgarlo en mi sala", pensaban). Otros, sobre todo sus amigos, sus verdaderos amigos, lo elogiaban para alentarlo y para que se le quitara un poco la angustia. Y él lo sabía. Le enorgullecía tener amigos que lo alentaran, aun sabiendo que su trabajo no era el mejor. "Todavía me falta tanta técnica", se lamentaba diariamente, aunque esperanzado. Y continuaba yendo, perseverante.

En CEPILLADO, Tarsilio tenía un compañero de taller cuya descripción detallaremos fielmente para lograr que el lector capte el enorme desagrado que nuestro angustiado sentía hacia él. Este personaje, el casi autoproclamado rey de la pintura contemporánea, aparte de gordo, feo (o no tanto, pero que con la actitud parecía el hombre casi más feo del mundo entero) y de uñas extrañamente largas ("¿no le molestarán para pintar?", se cuestionaba con frecuencia Tarsilio), se creía, en efecto, que le habían otorgado un puesto inamovible en el reinado del color, cuyo tono del trono estaba aún por definir. Tenía un tono de voz que opacaba al de cualquiera que estuviera a su alrededor, y no tanto. Un tono de voz tan peculiar, tan penetrante, tan fuerte y elevado, que retumbaban las paredes, el techo (con todo y ventilador), las ventanas, los caballetes, los pinceles, los lienzos... y la grave, aburrida y sosa voz del profesor se veía aún más aplastada, arrasada, apartada, minimizada. Lo cual molestaba no sólo a Tarsilio (o al menos eso pensaba él), sino al resto de los asistentes. Este hombre muy blanco, cabello también muy blanco, nariz muy perfilada, de lentes, que usaba siempre sandalias con jeans (hiciera frío, hiciera calor, lloviera, hubiese tormenta eléctrica y/o un enorme etcétera), barba muy bien cortada, enmarcando su cara regordeta..., siempre, léase bien, siempre tenía algo que acotar. Algo que criticar, algo que hacer sobresalir, algo que hacer notar.


El rey del color, porque Tarsilio olvidó siempre su nombre o más bien nunca se interesó en aprenderlo, apodándolo para siempre El rey del color, corregía y juzgaba el trabajo de todos y daba, de forma muy tajante, opiniones que nadie le pedía. Incluso corregía al viejo maestro que sí era un verdadero rey del color en la pintura contemporánea, aunque no supiera muy bien cómo transmitir el legado, como coronar a sus alumnos. Cada vez que el anciano maestro y El rey del color tenían alguna discusión, Tarsilio hacía como que se le caía el pincel para  poder asomarse fuera del caballete y observar los ojos centelleantes del viejo al hacer valer su opinión frente a la de El rey del color quien, por su parte, no hacía más que interrumpir, elevar un poquito más su tono de voz y resoplar molesto por la nariz, como haría un caballo antes de prepararse para salir corriendo (como le provocaba hacer a Tarsilio cada vez que se desataba alguno de estos debates en el salón), alegando dicho rey que por supuesto él poseía, con certeza, la razón. Clase tras clase Tarsilio se cuestionaba acerca de la presencia del gordo rey: "¿para qué viene, si ya sabe todo y más?", "¿por qué viene a perder el tiempo, a hacernos perder el tiempo y a corregirnos, en lugar de dictar su propio taller?", "¡veremos qué dice ahora el insoportable!", "¡qué tono de voz, qué atropelladas sus críticas, sus frases insensatas", "¡qué descaro, cómo logra interrumpir constantemente la clase haciendo sonar y jugando con los pinceles contra el lienzo!"... Por más que Tarsilio intentó ignorarlo, hacer caso omiso de su presencia, nunca mirarlo a la cara, para evitar mostrar algún interés en sus opiniones y razonamientos (que  en ocasiones bien fundamentados parecían, a pesar de toda la petulancia), evadirlo a la entrada o a la salida del taller, El rey del color siempre le seguía pareciendo insoportable y que opacaba cada una de sus clases post - mirada de pecera y post - cerciorarse de que "esta vez sí la limpiaron".

Una noche, cuando el maestro pidió a una de las alumnas que mostrara su pintura y que fuese detallando por qué había empleado tal o cual técnica, o por qué se había inclinado hacia tal estilo de representación, ella, antes de comenzar, le advirtió al rey: "Por favor, si vas a criticar, intenta que esa crítica no sea tan despiadada", y prosiguió. Tarsilio, quien en ocasiones era muy sensible y empático con sus compañeros de taller (aunque éstos ni lo imaginasen, porque Tarsilio no saludaba ni se despedía, siquiera, de ninguno de ellos), bajó la mirada, previamente avergonzado por la potencial crítica del inicuo rey. La alumna agregó que le daba algo de vergüenza exponer ella misma su obra, tras lo cual el maestro la alentó diciéndole que allí no había curadores que la analizaran, así que ella debía defenderse sola. Ella dijo que no sabía expresarse muy bien verbalmente, que por eso precisamente pintaba, pero el maestro volvió a alentarla. La alumna, por su parte, se defendió bastante bien en su exposición, alegando que iluminó así, empleó pinceladas sueltas y ligeras allá, mezcló colores acá y buscó equilibrio en la composición de tal manera, cual Velázquez, empleando la armonía de tonos de tal o cual forma; logrando captar la atención no sólo del maestro, sino de todos los asistentes, incluso la de El rey del color. Como esta vez el curioso e insufrible personaje no tenía mucho qué corregir, sólo se limitó a añadir: "Ahh, es que eres una de las típicas que dice que no sabe hacer tal o cual cosa, pero que después demuestra que la sabe hacer muy bien, en función de que los demás resaltemos, precisamente, lo bien que lo hizo". Silencio sepulcral, tras el desubicado comentario, después de todo, los seres humanos  más inteligentes tienden a ignorar al prepotente que siempre cree tener la razón. Así decía la abuela de Tarsilio. Y él, siempre recordaba sus sabias palabras.

Otra noche, al término del taller, Tarsilio tomó una determinación: se propuso perseguir al rey, al de las sandalias, al de la chiva blanca, al de las uñas desagradablemente largas, aunque no sucias. Perseguirlo no para acosarlo, ni para golpearlo, sino para intentar entenderlo. Así pensaba Tarsilio. Quería saber cómo vivía, con quiénes convivía, si tenía animales o plantas, si era a su vez profesor de arte, le intrigaba sobremanera el origen, desarrollo y posible muerte del hombre en cuestión. No pensaba matarlo, aunque ganas no le faltaran, además si hubiese querido hacerlo, no sabría cómo. Con esas angustias que lo atacaban, ¿cómo iba a poder manipular un cadáver hasta hacerlo desaparecer, si siempre parecía sospechoso con esas carreras que se mandaba?, ¿cómo sería entonces si de verdad llegara a convertirse en un culpable? Así que asesinar estaba descartado, al igual que suicidarse ("tampoco para tanto", decía, aunque ya comenzaba a volverse una obsesión convivir con la presencia de ese hombre en el salón, en su salón). Pero Tarsilio sólo quería entender. El rey del color, esa noche, salió un tanto apurado, daba algo de risa verlo caminar, bamboleante, de un lado a otro, cuando imprimía velocidad a sus pasos. Tarsilio iba detrás, a una distancia no tan prudencial, total, podían tomar el mismo rumbo, ¿no? El regordete se detuvo en seco y Tarsilio ahogó, cuanto pudo, un sorpresivo suspiro. El rey sacó del bolsillo derecho de su pantalón el celular y lo atendió: "Sí, diga, diga, no se escucha, intente de nuevo". Al segundo intento: "Sí, ah hola, salgo para allá, en media hora estoy, ¡muchas gracias!". Tarsilio, mientras tanto, un poco asombrado por la amabilidad con la que el otro había atendido la llamada, se quedó viendo una vidriera llena de muñecos de porcelana que asustarían a cualquiera que no fuese él, quien se había acostumbrado a una imagen que estuvo siempre colgada de la pared del cuarto de su abuela, protagonizada por unos muñecos muy similares, pero con caras algo diabólicas. Así que estos le parecieron incluso simpáticos. Luego, reanudó su marcha, tras el rey coloreador. Éste apuró todavía más su paso, casi trotando, se detenía cada dos o tres esquinas a tomar un poco de aire, ya que la barriga le apretaba hasta los pulmones (así pensaba Tarsilio, y reía para sus adentros).

Luego, el rey detuvo un taxi y se subió. Cual película, Tarsilio tomó un taxi, a su vez, y le indicó (cosa que siempre quiso hacer) al conductor que acelerara y siguiera al otro taxi, sin dar muchas explicaciones, sólo acotando que había olvidado entregarle a su padre unos pinceles que dejó olvidados en el instituto. El taxista, a quien mucho la explicación no le importaba, hizo caso omiso de la misma, y emprendió su rumbo, total, él siempre quiso seguir otro auto, como ocurría precisamente en los films. Al llegar a su destino, el rey coloreador bajó del taxi aún más apurado y Tarsilio, a su vez, lo siguió.



¡Cuál no fue la sorpresa de nuestro angustiado perseguidor! El rey de la arrogancia colorífera, bastante apurado, casi corriendo, entró en una galería de arte, cuyo pasillo hacia la izquierda, lo dirigía a una habitación separada, repleta de espejos de todo tipo (ovalados, cuadrados, rectangulares, grandes, minúsculos), en la cual saludó, efusivamente, a un vendedor, estrechando su mano con afecto. Éste se encontraba claramente agradado de ver al rey, quien por su parte se había detenido frente a uno de esos espejos, después del saludo, había dejado caer sutilmente al lado de su pierna izquierda el maletín con los elementos de pintura empleados, se había acomodado la barba, le había sonreído a su graciosa y robusta imagen, había hecho una pregunta inaudible para nuestro perseguidor al vendedor, el cual, al responderle, acotó: "Para ti 300, 20% de rebaja, una ganga, por ser siempre mi gran crítico de arte al que nunca escucho y al que probablemente nunca escucharé, mi potencial curador, mi amigo de la infancia, Tarsilio".          

domingo, 1 de abril de 2012

La enfermera

El ex convicto es invitado a una reunión, no llega entre los primeros, se hace un poco de rogar. Se aparece, de hecho, un poco más tarde. Es la primera reunión a la que asiste, después de cumplir su condena. Ha sido dejado en libertad aproximadamente un mes antes de ese evento. El ex convicto es muy delgado, estatura promedio para un suramericano, atractivo, buen cabello, buena sonrisa, mirada penetrante. El ex convicto sonríe, tímido, al presentarse a los desconocidos en la reunión. Los presentes ignoran que estuvo en la cárcel 364 días. Le sonríen, a su vez, tras un saludo fugaz con la mano. La mujer del ex convicto (quien sí sabe su secreto), había llegado antes que él para ayudar a su mejor amiga con los preparativos y lo esperaba ansiosa. Al verlo, lo saluda, animada. El ex convicto se sitúa en un punto del apartamento, que le permite tener una visión global de todos los presentes, de todo lo presente. El ex convicto disimula su nerviosismo, conversa con todos, se expresa muy bien. Una brasileña invitada, quien llegó prácticamente a freír los tequeños, saca una pequeña bolsa de su cartera. La bolsa contiene marihuana. Propone a los presentes divertirse un poco, casi todos se unen, ansiosos. El ex convicto sabe muy bien armar el porro. Lo prepara con sutileza, casi con ternura, se toma su tiempo, abre el papel, coloca la hierba triturada, la distribuye con calma, comienza a darle forma al porro, haciéndolo girar despacio y apretándolo en uno de los extremos: "ya está listo, vamos a volar". Así ha concluido. Algunos de los presentes, unos menos tímidos que otros, se acercan veloces, saben que se agota muy rápido. La mujer del ex convicto lo observa con atención, con admiración. Ella no prueba. Sabe que de ese arte puede disfrutar en otro momento, ahora es tiempo de los otros, no de ella. El ex convicto se siente admirado, se hincha un poco de orgullo al saber que todos lo rodean, todos lo esperan. Él, por su parte, se mantiene silencioso, es un momento de disfrute, no de griterío. Otra de las personas presentes toma el iPod entre sus manos y empieza a buscar canciones propicias para el momento. Todas resultan propicias. Al fin y al cabo ya cada quien está escuchando sus propias melodías. Muchos empiezan a reírse más de lo acostumbrado, a alguno hasta se le ocurre hacerse ahora el gracioso. Otros dormitan en el sillón. El ex convicto sólo le ha dado dos jalones, lo disfruta, callado. Recuerda que ha traído su propio alimento. No confía mucho en la comida que sirven en las fiestas o en las reuniones, e incluso ni siquiera en las casas de familia. Esa costumbre le viene de la cárcel, del rechazo que sentía por la comida allí servida. Entonces, generalmente, prepara él su comida o la compra en establecimientos de fast food, porque sabe que la cocina está en continuo movimiento. Tiene sus manías, como todos. Como ha recordado que la ha traído, empieza a buscar un lugar en la sala en el que pueda sentarse en paz y saciar su hambre, ahora más intensa, debido a las pitadas. Su mujer se acerca, le pregunta si necesita algo, un plato tal vez, él niega con la cabeza, dice que se irá pronto, que no quiere comer allí, delante de los otros. Ella, un tanto cabizbaja, le pide que se quede un rato más. Él niega con la cabeza, terco, obstinado. Sin embargo, la quiere. Y como la quiere tanto es capaz de aguantar el hambre, esperarse un poco más, compartir en el sillón uno o dos temas con los otros y luego irse. Irse en serio. No flaquear ante la mirada suplicante de ella. Ella lo comprende, siempre sumisa lo comprende. No exige más. Pero en sus adentros desearía que él no se apartara más. Nunca más. El ex convicto lo sabe, no únicamente porque ella se lo ha confesado en las largas noches de amor post - cárcel, sino porque él la conoce tanto que lee sus gestos, su mirada esquiva, los movimientos de sus brazos caídos, cansados, abatidos. Ella está ahora abatida. "No es nada personal, sólo quiero irme". Ella entiende. Siempre lo ha entendido. Lo besa con cariño, casi como lo besaría su madre. Le acomoda un poco el largo cabello hacia atrás y lo deja ir. Él lee (o cree leer) algo distinto en la mirada resignada de ella. No lo ignora, se va con ese pensamiento dando vueltas en su cabeza. Ella está evidentemente decepcionada. Esta noche era de ellos dos, de sus amigos, de todos. Él lo ha arruinado. El que trajo el ron se le acerca a ella, después de la partida del ex convicto, y le ofrece un trago. La mujer lo acepta. Acepta uno, dos, tres, cuatro rones. Ya no está muy segura qué ha pasado. Sólo sabe que él no está. Pero ya no le importa tanto como cuando estaba sobria, ahora logra escuchar la música, se relaja. Le pide a uno de sus compañeros que le alcance un libro de la biblioteca cercana al balcón (Gonzalo Torrente Ballester - Filomeno, a mi pesar. Memorias de un señorito descolocado), le ha llamado la atención el título. La reunión continúa.  

El ex convicto está de vuelta en casa. En su casa. En su mesa. Ahora, cena. Retira los restos, va a su habitación. Vuelve a armarse un porro. Esta vez no tendrá que compartirlo, eso lo reconforta. Corre a la cocina a los diez minutos de haber dado la última aspiración, se come una tableta entera de chocolate de taza. Regresa al cuarto, se duerme en seguida. Ella, su esposa, ha ido a bailar con los otros. Todos, un poco borrachos, están disfrutando bastante la noche. Muchos hombres la miran, la desean, es de una belleza natural envidiable, su único defecto, apreciable a simple vista, es que tiene un hombro un poco caído, producto de una rotura de clavícula un tiempo atrás. Le llueven propuestas, a todas se niega. Ama mucho al ex convicto.

Al siguiente día, el ex convicto la enfrenta, le pregunta por qué ha ido a bailar, qué esconde (recriminándole la mirada suplicante de ella la noche anterior, "una mirada que escondía algo, de seguro"), por qué no lo ha acompañado a casa. Ella, nuevamente sumisa, ofrece disculpas. A él realmente no parece importarle. Nunca parece importarle nada que no venga de su propio ser. Los pensamientos, acciones y opiniones si no los creó él, si no los ingenió él, carecen de relevancia. Los sentimientos de ella poco importan, únicamente cuando está verdaderamente molesta, le presta atención. Pero esto último casi nunca ocurre... Cuando van a dormir, ella casi no se mueve, su respiración es lo único que se siente, cualquier movimiento brusco, y no tanto, lo sacan a él de forma repentina del sueño, lo cual lo molesta sobremanera porque le cuesta bastante quedarse dormido nuevamente. Ella lo sabe, por eso lo respeta. Nada de dormir abrazados, nada de incomodarlo, nada de acercarse mucho, "que me da calor, me siento asfixiado". Ella yace siempre en el lado derecho de la cama, cerca de la ventana, así por lo menos puede ver a las parejas pasar, abrazados o tomados de la mano, mientras él duerme (o hace el intento de). Se desvela por días y noches enteras, hay semanas peores que otras. Por eso ella cede tanto, lo comprende tanto. Ella no es una mujer tonta (contrario a lo que pudiera pensarse, por ser tan sumisa). Sabe bien lo que quiere, por eso es capaz de soportar muchas cosas. La paciencia es una cualidad que ha aprendido a desarrollar a lo largo de su vida, sobre todo este último año, durante la ausencia de él. Está, además, perdidamente enamorada. Sabe que el crimen que su esposo cometió era necesario y, de alguna manera u otra, justo. Sabe, además, que no había otra manera de resolverlo. Él en las mañanas siempre quiere su dosis de amor. Ella no tanto, pero nuevamente cede. Lo que sí le gusta es que la abrace fuerte, él la complace, por treinta segundos pero la complace. Luego, comienza cada uno su día.

En su lugar de trabajo (el hospital) le han preguntado a ella muchas veces por qué estuvo él tanto tiempo ausente. Ella siempre sabe cómo relatar la mentira. No se le escapa ningún detalle. "Mi esposo trabaja para una organización no gubernamental, donde ayudan a los inmigrantes a conseguir empleo y a no dejarse explotar por los grandes empresarios. Protege a sus familias, los intereses de los obreros y, además, se encarga de velar porque las condiciones ofrecidas se cumplan a cabalidad. Tuvo que ir a hacer un curso a Panamá, donde todo lo referente a leyes y derechos de los trabajadores está verdaderamente bien estudiado. No cualquiera es admitido en el curso, que tiene un programa muy intensivo y demandante. A los postulantes los hacen presentar una prueba psicotécnica que incluye además uno que otro examen que no es revelado a aquellos que no estén dispuestos a llevar a cabo el curso con la entrega correspondiente. No cualquiera es admitido, seleccionado. Sólo aquél con mucha convicción, con real vocación. De hecho, la entrega al proyecto es tal que exigen que el postulante y potencial integrante del proyecto no se comunique con su familia (y amigos muy cercanos) sino una vez por semana vía correo normal (nada de Internet) para no desviarse de su tarea social, para evitar distracciones y flaquezas. Mi esposo, después de duras pruebas y de haber redactado una difícil carta de petición (tal cual un becario común) fue seleccionado en este maravilloso programa social, que es siempre un tanto misterioso, ya que hay muchas cuestiones de poder involucradas. Las grandes instituciones tiemblan frente a este tipo de proyectos, así que es mejor que pasen desapercibidos. De ahí que mi esposo durara un año ausente. Todo esto puedo contarlo ahora, porque ha sido exitoso. Ahora será mucho más difícil que los explotadores de antaño sigan aprovechándose tan ingeniosamente de la mano de obra inmigrante". Allí termina su relato, allí su mentira. Todos sus compañeros de trabajo, lo admiran, la admiran a ella, por tener un esposo así. "¡Qué vocación!" exclaman algunos, "¡cuánto desinterés por lo material!" proclaman otros, "¡demasiado sacrificio, yo no sería capaz de una cosa así, de entregar todo un año de mi vida para satisfacer a un grupo de desfavorecidos, cuán admirable es!", dice otro (su jefe). Ella, por su parte, no hace nada más que sonreír tímidamente, agradecida por los cumplidos. Para imprimirle dramatismo y entusiasmo al cuento, en ocasiones muestra una mirada nostálgica de aquellos días de soledad, muestra unos ojos vidriosos a punto de soltar par de lagrimones y baja la mirada, planteando que mejor cambien el tema, que incluso le da vergüenza no haber aplicado junto con él a ese programa, se siente un poco indigna al estar a su lado, no siente que lo merece. Los demás, la apoyan caritativos, compasivos.

El ex convicto, por su lado, trabaja en un hostel, atiende en la recepción, le va bien ahí. Logra caerle bien a casi todo el mundo y tiene la ventaja de dominar dos idiomas a la perfección, aparte de su lengua materna. Esos dos idiomas los estudió en su casi año de prisión. Cabe acotar, que es muy rápido mentalmente. Tiene facilidad de palabra, es afable, hasta parece bonachón. Está traumatizado por ese período de claustro, entonces tiene otros problemas aparte del sueño, la comida y la marihuana: No confía en absolutamente nadie. Esto último es una ventaja para el dueño del hostel, quien confía a su vez a plenitud en el ex convicto, porque sabe que sería incapaz de dejarse timar por "alguno de esos adolescentes extranjeros, medio locos, que vienen a quedarse aquí y lo único que hacen es desorden". Claro está que el dueño del hostel no tiene idea del pasado del recepcionista.


Una noche en que ella regresa a casa, vuelve a sucederse una escena similar (pero con un ligero matiz) a la que originó el encarcelamiento de su esposo. Pasa por una licorería, se compra una botella de ron, unos chicklets de yerbabuena (sus favoritos) y, en un abasto cercano, una bolsa de limones. Va a su casa, prepara sus acostumbrados tragos y bebe (como siempre) de más. El ex convicto llega a su vez, la ve en ese estado y se retira muy molesto a la habitación. No le gusta cuando ella toma, pero no puede decirle nada, porque él también tiene sus vicios (eso ella siempre lo recalca). Ella, ebria, pero no demasiado, se acerca a la habitación invitando a su esposo a que la acompañe en su bebida, él se niega rotundamente y allí comienza la pelea: Que si tú nunca quieres hacer ninguna de mis actividades, que si no me acompañas, que si te ves ridícula con ese vaso en la mano, que si no entiendes que vengo muy cansado, que si la música está muy alta, que si qué te crees tú, ¿mi papá?, que si hueles a hombre, bien sé dónde estabas metida, en una de esas fiestecitas con tus amigotes del trabajo, que si tú no piensas en que también necesito un descanso, que si tú crees que soy estúpida, sé exactamente quiénes albergan en los hostels... y un sinfín de reproches más. Como las cosas se van usualmente de control, él ya sabe cómo reaccionar, la saca sutil y disimuladamente del cuarto, se encierra con llave y la deja durmiendo en la sala. Al día siguiente, el tornado habrá pasado, como siempre, como casi todos los viernes, como casi todos los sábados, e incluso uno que otro domingo. Pero esta vez olvida (como hace un año y pico) cerrar con seguro la puerta de la habitación.

Ella, quien ya se ha servido el sexto o séptimo trago, regresa golpeando la puerta de la habitación y, al no recibir respuesta, suelta la botella que tiene en la mano derecha e intenta, con fuerza, abrir la manija. Lo logra. Con el vaso en la mano izquierda, sin cuidar que lo que queda en él no se le derrame, recoge la botella, se acerca al ex convicto, sigilosamente, y lo ataca por la espalda. Él, que se encuentra bastante relajado e inmerso en una nube de humo, no se percata de la presencia de ella y, repentinamente, siente un dolor punzante en la cabeza, producto de un botellazo propinado a sus espaldas. Como hace un año y pico él, algo atontado y muy adolorido, se voltea, intenta dominarla, pero ella, fuera de sí, no se lo permite. Comienza una lucha en la que el ex convicto evita golpearla a toda costa, pero se torna prácticamente imposible porque, inexplicablemente, su esposa posee una fuerza extraordinaria que deja traslucir cada vez que presenta alguno de estos episodios y, además, lo sigue amenazando con la botella (ahora rota) que utilizó segundos antes. Él se angustia, se desespera, al rememorar exactamente casi la misma escena... aturdido y ahora más adolorido, la toma fuertemente de los brazos y la empuja contra la pared más cercana, provocándole un aparente desmayo. "Esta vez ha sido peor que las anteriores", piensa tristemente. Ordena el desastre, limpia su herida, le retumba fuertemente la cabeza. No se le quiere acercar mucho, desea que yazca un tiempo más antes de hacerla reaccionar, a él dentro de todo le gusta el silencio, es algo que ella nunca le permite disfrutar. Suspira hondamente, casi resignado, se dirige hacia la sala, apaga la música estruendosa, lava los vasos, bota la basura, regresa a la habitación y barre los vidrios. No se cerciora del rastro de sangre en la pared, ni del charco que empieza a formarse alrededor de ella.