jueves, 29 de marzo de 2012

De lo que todos hablan en cualquier momento

A continuación transcribiré un extracto de una obra de Honoré de Balzac, quien aun habiéndose avergonzado de sus primeros escritos, nos regaló siempre majestuosidad en cada una de sus frases, incluso cuando en sus novelas no se enfocara únicamente en la historia francesa... Pero antes, quisiera exponer algunas ideas acerca del sentimiento del que hablamos todo el tiempo, del que creemos saber todo, al que creemos deberle todo y que inunda nuestros pensamientos, acciones e intenciones mundanas: El Amor

No pretendo definirlo ni mucho menos, sólo quiero anotar algunas frases sueltas, venidas a mi mente, e inclusive copiadas de las mentes de otros, tras la lectura de un cuento de Clarice Lispector (La mujer más pequeña del mundo), en la cual deja entrever que el amor no siempre está vinculado con algo bueno. Y estoy de acuerdo. El amor, en ocasiones, puede ser muy cruel. Pero no necesariamente por su contrario (el desamor, el amor no correspondido, la indiferencia, o como queramos catalogarlo), sino porque a veces el que ama lo hace de una forma tan intensa y egoísta, que al amado no le queda más remedio que resignarse, ya que luchar contra un sentimiento de posesión de tal fuerza, resulta prácticamente imposible. El que ama, asfixia, y el amado es irremediablemente asfixiado. Cuando hay correspondencia, la relación se vuelve más sutil, pero no perece. Muchos definen el amor vinculado con otros sentimientos y sensaciones como lo son el placer, el gozo, la satisfacción, la calma, la tranquilidad, la armonía, la caridad, la renuncia, el sacrificio, la música, la bondad, el orgullo, la entrega, la negación de las propias pasiones en función de agradar al otro, el ensueño constante, la posesión, la manipulación, el hecho de ceder a las decisiones del otro, el entusiasmo, la motivación, la admiración y un infinito etcétera. 

Lispector, por su parte, en el cuento arriba mencionado, lo expone con simpleza: "¿quién no deseó alguna vez poseer a un ser humano solamente para sí? Lo que, en verdad, no siempre sería cómodo, porque hay horas en que no se quiere tener sentimientos". Yo no tengo mucho más que añadir, quizá sí expresar que amar es siempre satisfactorio cuando hay la misma cantidad de tensión de lado y lado. Cuando ambos halan la cuerda con la misma fuerza, pero quién sabe si esto último sea sólo eso: una frase que deriva en la utopía. No quería referirme únicamente al amor de pareja, sino al amor en general, el que se siente por un amigo, por un familiar, por los animales, por la propia naturaleza, por los objetos, por uno mismo... en fin, pero el de pareja es el que termina dominando las conversaciones de los occidentales la mayor parte del tiempo... ¿no es cierto? Por ello, quise dedicar la nota a estas líneas de Balzac que, a su vez, me llevan a cuestionarme: Si nunca sentí esto... ¿vale la pena estar viva? Lo pongo en duda.

Béringheld a Marianine: 

"- ¿sabes lo que es el amor? - Aunque lo supiera, me gustaría ignorarlo, para oír siempre cómo lo describes tú, y aprender de ti si es verdad o no que te quiero.

Con estas palabras, Marianine dejaba perfectamente claro que sabía de lo que estaban tratando. Pero la naturaleza otorga a las mujeres ese arte de expresar lo que sienten mediante palabras que parecen decir precisamente lo contrario. 

- Marianine, amar es dejar de vivir para uno mismo; es conseguir que todas las pasiones humanas, temor, esperanza, dolor, alegría, placer, no dependan más que de un solo objeto; es sumergirse en el infinito y no ver nunca los límites a los sentimientos; es consagrarse a un ser de tal manera que sólo se viva y se piense para hacerle feliz; es encontrar grandeza en la humildad, dulzura en las lágrimas, placer en las penas y pena en los placeres; es, en definitiva, reunir en uno mismo todas las contradicciones. 
- ¡Entonces, te quiero! - susurró Merianine. 
- Es - prosiguió Béringheld exaltado -, vivir en un mundo ideal, magnífico y lleno de esplendor, porque hasta el cielo es más puro y la naturaleza más hermosa. Sólo puede haber dos maneras de ser y dos formas de dividir el tiempo: porque si las flores estás mustias, por muy puro que sea el azul del cielo, todo parecerá agostado. Es como si el mundo no contuviera más que un solo individuo: esa persona sería el universo para los enamorados... 
- ¡Te amo! - repitió Marianine. 
- ¡Amar! - gritó Béringheld, con la cara enrojecida por el derroche de toda la energía de su alma-. Amar es tener mil cosas que decirse cuando no hay un instante para verse, y no decir nada cuando se está cerca de la persona amada; es dar tanto como se recibe para esforzarse mutuamente en dar más y luchar con sacrificio. 
- ¡Estoy segura de quererte! - respondió Marianine-, cuya mirada extática habría hecho creer a cualquiera que era capaz de escuchar a través de sus ojos. 
- ¿Estás segura, Marianine? - dijo Béringheld. 
- ¡Sí! - respondió ella, sonrojándose. 
- Entonces, que sepas que estás destinada a sufrir penas y lamentos por una mirada o una palabra". 

Más adelante, tras la declaración de profundo amor de Marianine hacia Béringheld: 

"- Marianine, eso es lo que tú te crees en este momento, y de buena fe, no lo pongo en duda. Pero, pasados algunos años, ya no me amarás. ¡Desde luego no a mí, que siempre he soñado con el amor eterno! Tal amor no puede vivir en una naturaleza humana que, a cada minuto, parece adoptar una nueva existencia. Así que ni intentes serme fiel. Ni lo exijo, ni lo espero de ti...

- ¡Béringheld! Por esa luz tan pura que cubrirán las nubes, por estas rocas inmutables, por este lugar sagrado para mí, por toda la naturaleza, ¡juro que no he de amar más que a ti! Y en este altar, iluminado por el astro de la noche, me desposo contigo para siempre jamás... ¡Vete! Aunque hubieran de pasar más de veinte años, a tu regreso, encontrarías que tu Marianine te ha sido fiel, eso si el dolor de estar separada de ti no la ha inducido antes a la muerte. ¡Adiós!". 



¿Quién se anima a opinar sobre tan controvertido tópico? 

         

Pícaro paladar

Somos un grupo de cuatro. Estamos en el mar, ¡qué día soleado!, exclama Número 1, Número 2 asiente con un movimiento rápido de cabeza, mientras Número 3 y yo nos zambullimos, salimos a la superficie, volvemos a zambullirnos, aguantamos la respiración y nadamos ligeros. El sol está particularmente intenso hoy, por lo cual la playa está repleta de gente. Curiosamente, tenemos el sentido de la visión muy bien desarrollado y, por lo tanto, podemos observar a grandes distancias, e inclusive percibir detalles que para otros serían insignificantes: A lo lejos, se divisa un grupo de gorditos jugando con una pelota de volleyball. Hacia el lugar de las sombrillas, a la izquierda de la playa, algunos más pequeñitos construyen (o más bien, intentan construir) cosas con la arena, ellos dicen que "castillos", nosotros pensamos que no pueden estar más alejados del arte en este momento. Pero igualmente, se ven tiernitos. A nuestra derecha, a unos 15 metros de distancia, hay un bote. En el bote, debe haber aproximadamente unas 8 personas, 4 regordetas, 3 muy delgadas y 1 normal. Nos divertimos así: escogiendo quién luce de una manera, quién de otra. No distinguimos el sexo, únicamente su peso y la actividad que realizan. 

Número 3 es el más chistoso de nosotros, siempre dice que se ha sentido atraído por los más delgados, pero que sabe que en los más rellenitos "hay más sabor". Es muy caribeño Número 3, siempre tiene esas salidas musicales que nos alegran tanto a los otros. Nos conocimos un día por casualidad, nadando, Número 2 y Número 1 siempre son los más rápidos, pueden nadar kilómetros sin inmutarse, pero estoy dispuesto a asegurar que soy el más ágil de todos. No hay día en que no consiga el objetivo deseado, admirado. Todo gracias a que sé limitar la fricción contra el agua, haciendo mis desplazamientos mucho más fluidos. Ellos me aplauden, yo, me inflo de orgullo. Pero, aunque siempre he sido así, un poco arrogante, los admiro mucho a ellos. La velocidad, la agilidad para hacer de todas las situaciones un evento divertido y risible, son aptitudes y actitudes de las cuales, lamentablemente, carezco. Sin embargo, entre los 4, hemos logrado hallar un equilibrio tan armónico que desde hace un par de años somos amigos inseparables, y no sólo nos respetamos entre nosotros, sino que compartimos nuestras vidas casi a diario... Nos encanta nadar en lo profundo. El mar siempre salado, majestuoso, nos llena de calma, nos consuela, nos arrulla. Conocemos a otros, compartimos todos. Es muy hermoso este lugar. Es muy cálido, muy acogedor. Nos conmueven mucho los surfistas, ¡qué osados, qué valientes! Número 1 siempre se les queda viendo con los ojos bien abiertos, como embobado, como en medio de una ensoñación. A mí me gustan esos túneles que lograr armar con las olas, no debe ser tarea fácil ayudarse apenas de una tabla para lograr tales ondulaciones, tales espirales. 

Hay momentos en los que nos gusta más nadar en la orilla, allí sin duda sentimos menos libertad pero tenemos mejor visión y logramos, sin apuro, con detenimiento y clasificación, determinar qué persona, de las que están cerca de nosotros, nos atrae más. Número 3 siempre con sus chistes y sus enormes dientes torcidos, acompañando cada una de sus payasadas, nos hace prácticamente llorar de la risa y Número 2, el más recatado, silencioso y sigiloso, a veces nos exige un poco de discreción. Como no tiene muy buen carácter, guardamos silencio por algunos minutos, y luego empieza el bochinche otra vez. A veces, cuando estoy solo, miro el cielo y recuerdo algunas de nuestras salidas anteriores y sonrío. ¡Cómo nos encanta este lado de la playa! Las voces, unas lejanas, otras más cercanas, los gritos de los más grandes sobre los pequeños cuando se alejan de la orilla y se van mucho "hacia lo hondo", los pelícanos al ras del agua, escogiendo su presa, las nubes y sus formas caprichosas, el viento a veces hacia una dirección, a veces hacia otra, el sonido de las olas contra las piedras de eso que ellos llaman "malecón", el verde de algunas palmeras, los cocos caídos, el olor de la sal... la gente. 

Ocurre algo inesperado: Alguien del bote nos ha visto, nos pone mala cara y nos señala (quizá porque nos hemos acercado mucho a su espacio). Los demás, también empiezan a señalarnos, incluso a gesticular más de la cuenta y a uno de los más delgados se le ocurre lanzarnos algo. Nosotros no sabemos identificar muy bien qué es y tratamos de esquivarlo, ahora se ha roto la calma que nos guiaba en este día caluroso e iluminado, ahora estamos disgustados por esa reacción violenta de los dueños del bote. Minutos antes, Número 2 nos había comentado que, de pronto, se encontraba muy hambriento, nos había mirado malhumorado, había dejado de reírse de las bromas de nuestro compañero y había propuesto que nos retiráramos a buscar algo de comida. Pero ahora, tras el asalto de los del bote, nos pide que lo acompañemos a saciar su hambre, ya no tan lejos del lugar en el cual nos encontramos. Asentimos, un poco desconcertados por el griterío que empieza a formarse a nuestro alrededor, les digo a Número 3 y a Número 1 que cerca de la proa, donde están los 4 regordetes comiendo empanadas, es posible que encontremos algo para aplacar el antojo de Número 2. Nos acercamos más, incluso tranquilos, sin mucho aspaviento, no nos gustan los grandes escándalos, el sol calienta nuestra aleta, el agua salada impregna nuestra boca, miramos fijamente al regordete 1 y al regordete 3, escoge cada uno su víctima, nos abalanzamos sobre el bote, griterío y desconcierto opaca la serenidad del mar, los 3 delgados buscan redes, arpones, nos lanzan sus latas de cerveza helada, no logran dominarnos, leemos desespero en sus miradas, se alborota ahora mi hambre, la de Número 3 y la de Número 1, la saciamos...

Yo escogí al normal, antes de que terminara de pronunciar, entre alaridos, el nombre de nuestra especie. Sangre, latas, mallas, pedazos de madera, aceite, serenidad. Los otros, tras el innecesario enfrentamiento, se han retirado. ¡Qué ganas de echar a perder los domingos!


martes, 27 de marzo de 2012

La era de las cobijas dobles

Domitila, Eumitiano y Herófilo no conocen los reflejos del sol. Tampoco conocen las arañas, ni las abejas, ni las flores. Convivieron en un mundo ajeno al nuestro por una cantidad de años humanamente imposible de creer, y ahora, sin saber muy bien cómo llegaron a la ladera de una montaña (después de alejarse, inquietos, y rápidamente, de unas máquinas deformes y rimbombantes que los aturdieron bastante), se encuentran en  ese lugar que no pertenece al mundo que están acostumbrados a explorar. Domitila y Eumitiano son hermanos. Herófilo, el mejor amigo de ambos. Curiosamente, todos tienen la misma edad, unos ciento ochenta años de existencia. Esa cantidad de años equivale a apenas unos dieciséis de los nuestros

Los tres suelen pasearse por su mundo con frecuencia, aún cuando tienen siempre múltiples misiones que cumplir. A pesar de no tener sol, arañas, abejas o flores, disfrutan cualquier paseo que implique una caminata de más de quince dinajes (equivalentes, aproximadamente, a veinte kilómetros); sin embargo, Herófilo (menos acostumbrado que los otros dos a estos largos paseos) se cansa y se queja mucho, emitiendo alaridos inaudibles para los seres humanos, pero insoportables para ellos. Los hermanos lo ignoran, divertidos, pues a veces logran divertirse también con lo insoportable. Sus reglas de vida son pocas, pero justas (como lo definiríamos nosotros), no interfieren en los asuntos de nadie, a menos que alguien con problemas severos se los ruegue, pero eso casi nunca ocurre. Se alimentan únicamente de calabazas. El agua es inexistente en su mundo, pero tal cual los koalas, absorben los nutrientes necesarios para su subsistencia de árboles parecidos a los eucaliptos, pero no son tales. En su mundo, no hay cambios de temperatura demasiado extremos, por lo tanto, no conocen el concepto de frío o de calor. 

Ellos poseen infinidad de libros, muy antiguos, robados de nuestro planeta por unos personajes parecidos a Domitila, Eumitiano y Herófilo, hace más de mil cien años (fines del período Clásico). Todo lo que saben de nosotros, está escrito en esos libros. Es decir, desde ese tiempo, no conocen más nada de La Tierra, no saben de la historia ni de las guerras posteriores, ni de todos los avances tecnológicos representativos de nuestra actualidad. Ahora que se encuentran aquí, todo resulta más complicado de lo que una vez aprendieron, por razones obvias. Además, en principio, no están del todo seguros de saber si se encuentran en La Tierra, porque ahora todo está muy ruidoso y contaminado. Lo único que les permite inclinarse a esta idea, es la existencia de eso que no conocen en lo absoluto, pero que estaba muy bien descrito en sus libros, en los que se señalan, precisamente, las peculiares características del astro rey. Manejan veinticuatro idiomas humanos a la perfección y apenas dos dialectos extraterrestres, porque no tienen la edad necesaria para saber los cuatro de su planeta. 

Esta vez no tienen misión, sólo están perdidos. Descubren, a su paso, sonidos nuevos y colores nunca antes vislumbrados. El canto de un animal alado, luego de dar de comer a sus crías; el aleteo rápido y grácil de un colibrí; el penetrante zumbido de un insecto, de dos, de tres; el viento contra las hojas marchitas, verdes, amarillas; grillos contentos por la lluvia del día anterior y chicharras chillando por más agua, más rocío; arroyuelos, desenfrenados unos, ligeros otros; maracas distantes; en fin, toda clase de sonidos nunca antes percibidos los acompañan ahora en su ¿travesía?, ¿aventura?, ¿desventura?, ¿quién sabe...? Sólo esos tres seres etéreos, abstractos, surreales, distintos a todo lo que en La Tierra se ha visto hasta hoy, deambulan ahora por senderos frondosos, bordeando abismos, respirando olor a tierra seca, tierra mojada, pisando hojas (frescas, tostadas por el sol, caídas a destiempo otoñal), oliendo flores (sobreviniéndoles el estornudo, nada propio de su lugar, y produciéndoles ataques subsiguientes de risa), escalando cansados, sin rumbo, pero sin desespero, maravillados, contrario a lo que pudiera pensarse... 

No podré detenerme mucho en los pormenores de su planeta, al menos no por ahora, porque no he logrado que me lo contaran todo, la comunicación con ellos no ha sido del todo sencilla, no por barreras del lenguaje, sino por lo reservados que suelen ser (yo pensaría más bien en una clara desconfianza, aunque ellos insisten que no, que todo a su tiempo). Lo que sí deseo confesar, con los más mínimos detalles, es cómo los conocí, ya que fue una experiencia impresionante. Estaba abrazando una roca por la que caía agua tan fresca que casi congelaba mis pequeños dedos, los rayos de la luz solar traspasaban algunos de los frondosos árboles y se formaban pequeños arcoiris a mi alrededor. No exagero, el lugar es hermoso. No hay muchos adjetivos que me ayuden a describirlo mejor. Sin embargo, con la distracción que producían en mí los múltiples colores, resbalé de la piedra en la que estaba empinada, y caí en un río nada profundo pero bien rocoso, por lo que tuve la precaución de levantar un poco la cabeza, no fuese a golpearme y quedar inconsciente. Y así fue: logré evitarlo. En ese momento, acudieron en mi ayuda tres extraños seres que me tendieron una mano translúcida, dedos muy finos y largos, que parecía que pudiera pasar a través de ellos, en lugar de asirlos. Pero no, apenas intenté tocarlos, para lograr levantarme del río, se volvieron corpóreos y me sujetaron firmemente. Una vez que lograron levantarme y llevarme a un terreno menos violento, los pude ver mejor. A simple vista parecían fastasmas (tal cual nos han sido descritos por los medios de comunicación: incorpóreos, de un blanco enceguecedor, casi transparentes), pero con un tenue contorno, sus cuerpos parecidos a los nuestros, pero no tan definidos, las extremidades más largas, sus pies tocando el suelo pero en apariencia flotando, grandes bocas casi siempre sonrientes, sin ojos pero con órbitas evidentes y de colores cambiantes según las tocaran los rayos de sol. En ese momento pensé que quizá estaban hechos de lo mismo (agua y luz) que los arcoiris que se formaban a mi alrededor minutos antes...


Nunca sentí miedo, pero sí estaba muy asombrada y agradecida de que me hubiesen ayudado con tanto desinterés, con tanta ternura. Allí comenzó nuestra charla, hay cosas que no recuerdo muy bien de su narración (estaba atontada con sólo la visión de esos seres extraordinarios); el cómo llegaron a esa montaña será siempre un misterio, ellos dijeron que tenía algo que ver con cuestiones físicas de espacio - tiempo (pensé de inmediato en la teletransportación, pero cuando intenté explicarles, me detuvieron en seco, pero nunca de una manera descortés, alegando que ellos no creían que pudiera suceder tal cosa y que yo estaba elucubrando, así que decidí guardar silencio), que más bien tenía que ver con una combinación diferente de la materia, con la dualidad onda partícula y la mecánica cuántica. Traté, por lo tanto, de hablarles, de contarles acerca de lo que habíamos descubierto los humanos, de Einstein, de Heisenberg, de Penrose, de Schrodinger, de Stern, entre otros genios, y sentí que me ignoraron, restaron importancia a mis palabras (sin embargo, en más de una ocasión vi que ella, Domitila, emitía una especie de señal en la órbita de sus ojos, parecidas al gráfico del electrocardiograma, cada vez que yo mencionaba alguno de esos apellidos). Cambiaron el tema ágilmente, estudiándome de cerca (investigándome, oliéndome, percibiéndome). Inclusive, en un momento llegué a sentir que Herófilo pudo entender mi asombro, así como mis agolpados pensamientos, y posó su magnífica mano sobre mi hombro izquierdo, como consuelo. Luego, conversamos de temas triviales, me hacían demasiadas preguntas y cada vez que los imitaba, porque tenía mi propio cuestionario mental, alguno me interrumpía con otra pregunta todavía más trivial, más insípida.

Luego, miré el reloj y habían pasado más de siete horas..., no sentí nunca hambre, ni sed, estando a su lado, pero "ya debería estar oscuro", pensé, pero no, seguía todo igualmente iluminado como hacía un par de horas atrás. Cuando me cercioré que la claridad no venía del cielo, sino de ellos, consideré que era mejor retirarme, aunque quería llevarlos conmigo. Se negaron de manera rotunda, pero me pidieron más libros, encarecidamente. Por supuesto que jamás les negaría tal favor después de tan grata compañía, además me dominaba una curiosidad nunca antes experimentada, y les dije que los vería en el mismo lugar al siguiente día (pero los sorprendería con una computadora, ¿para qué llevarles un libro, si podría entregarles infinita información a través de la red?). Y así lo hice. ¡Cuál no sería mi asombro! Al volver los vi, encantada me acerqué, pero tanto Domitila, como Eumitiano y Herófilo estaban un poco más corpóreos, con los rasgos más definidos, más parecidos a los nuestros. Al acercarme a ellos, Eumitiano vino a mi encuentro para recibir mi sorpresa. Cuando tomó entre sus manos (ahora más blancas y menos translúcidas) la computadora, la rechazó nauseabundo, recorrió por mi cuerpo un escalofrío y Domitila se interpuso entre ambos, para evitar desatar la ira de su idolatrado hermano. Como leyó en mis ojos la vergüenza, me tranquilizó diciendo que éso no lo querían ellos, deseaban cosas escritas de puño y letra de los hombres, que computadoras tenían muchas, que redes también, que querían cosas reales, palpables, con olor, con color, con sabor, con sonido (si era posible). Me disculpé inmediatamente, cabizbaja. Eumitiano me miró agradecido y, a su vez, me ofreció disculpas por su actitud iracunda de minutos atrás. De todas maneras, dijeron: "quédate con nosotros hasta el anochecer, como ayer, háblanos de música, de sensaciones, de sentimientos". "Yo de esas cosas no sé mucho", les contesté. "Soy más bien bastante escéptica, poco artística, poco sensible..."; pero no les importó... Me preguntaron qué es el amor, qué el odio, qué la rabia, qué la humildad, qué la desesperación, qué el miedo, qué la pasión, qué el frío (que ahora empezaban a sentir irremediablemente y para el que requerían algo que los protegiese las noches que se sucederían), qué el calor, qué la verdad, mi verdad, y yo me iba poniendo cada vez más blanca de los nervios, casi tanto como ellos. Sin embargo, a pesar del incansable cuestionario, fue uno de los mejores días de mi vida, reí a carcajadas, los pájaros de nuestro alrededor se escandalizaban y volaban alto, muy alto, tras esa, mi siempre risa chillona. Además, lloré como nunca y me sentí en una fraternidad hasta ahora no experimentada. Les prometí que al tercer día llevaría lo acordado, incluyendo cobijas, además insistí en prepararles algún platillo terrenal distinto a las calabazas que, confieso, ya me tenía un poco angustiada el hecho de que no conocieran otros placeres humanos. Asintieron, a su vez, agradecidos. 

Volví, con muchos libros y algunas mantas. Mis hombros soportaron un peso que antes no pensé serían capaces de soportar. De hecho, andaba más ligera en las calles, las atravesaba rápidamente, casi sin ser percibida por los otros, antes de adentrarme en la fabulosa montaña. Al entrar al ahora nuestro lugar, estaba Domitila practicando alguna danza, desconocida para mí, con Herófilo, mientras Eumitiano dormitaba bajo un arbusto.

Al acercarme, vi cómo tres humanos se acercaban, ojos en órbita, extremidades muchísimo más definidas, que ya no flotaban sobre el suelo, sino que caminaban gustosos, pisando firmemente, e incluso los noté un poco malhumorados por el calor diurno. Aunque ilusionada estaba por el tercer encuentro, sentí algo de decepción al verlos, se parecían demasiado a nosotros, perdían su condición etérea, su no mirada tierna, su luz. Esa decepción no fue suficiente para mí, mi buena disposición y mi buen humor no eran tan frágiles ahora.


Yo, en cambio, al aproximarme a ellos, sí me sentía ondeando, escuchando una música hasta hace unos pocos segundos inaudible, navegando por el piso, si es que eso es posible, y al estar a un diesiseisavo dinaje de ellos, me desprendí sin voluntad de los objetos que traía, me elevé incorpórea, profundamente armónica y feliz, mi boca se expandía, me olvidaba de sabores, sensaciones y olores, me desprendía de recuerdos de mi niñez, de mi adolescencia, de mi adultez, dejando una estela de colores indescriptibles tras de mí, mientras los mundanos (Domitila, Eumitiano y Herófilo), evidentemente resignados y entristecidos al observarme, aclamaban: "Así es como tiene que ser...".




martes, 20 de marzo de 2012

La arrogancia requerida

Arrogancia, dos definiciones se ofrecen, generalmente, en los diccionarios comunes: 1) Actitud de la persona orgullosa y soberbia que se cree superior a los demás. Altanería, altivez. 2) Valor y decisión en la forma de actuar. Gallardía. 

¿Nunca se han sentido al menos un poco arrogantes? Si la respuesta inmediata es "no", repensemos. 

En las entrevistas de trabajo, por mencionar apenas un ejemplo, nos piden que nos describamos. Que digamos cuál es nuestra mayor virtud, cuál nuestro mayor defecto. Muchos han optado por confesar que su mayor defecto es "ser perfeccionistas" (respuesta inteligente, de doble filo, que deja traslucir, en definitiva, cuán arrogantes somos). Sí, detrás del perfeccionismo anhelado y confesado, con orgullo o sin él, reside la arrogancia. El hecho de creer que nadie haría mejor una tarea que nosotros mismos, esconde la temida y mal vista arrogancia. Esa virtud (para mí más virtud que defecto) resulta atractiva. Quizá por ello, esos muchos, descritos anteriormente, eligieron ese defecto que mejor los describe en una entrevista laboral. Muchas veces he tratado de evaluar si están en lo correcto, si de verdad captarán de esa manera, la atención de manera positiva. Y ha sido una tarea verdaderamente retadora.


Hecho: Van a una fiesta. Hablo desde el punto de vista femenino. Esto último tenía que aclararlo, por si acaso surgen objeciones (que siempre son bienvenidas). Vuelvo, salgo de mis múltiples tangentes... van a una fiesta: Conocen gente nueva, comienza a hablar alguno de los invitados. Habla para todos, si es que tiene facilidad para expresarse en público. Ese mismo que habla para todos, eleva un poco la voz (por la música de fondo, a veces estridente; las risas esquinadas de otros tantos que no están plenamente integrados en la conversación que dirige el invitado hablador; algunos criticándose entre sí, distraídos; otros en la cocina hacen ruidos preparando los tragos, los pasapalos, etc.). Ese que habla, mira a los oyentes a los ojos. Desarrolla un tema, se expresa bien, mueve los brazos, sonríe. Si no dijo nada fuera de lugar, captará la atención (generalmente de forma positiva). Ese que habla para todos se hace el modesto, a veces, se pone en ridículo a sí mismo para generar empatía con la audiencia y compasión de la misma frente a los hechos narrados (mejor aún si son avergonzantes). 

Algunos de los oyentes hasta suspirarán (en sus adentros, claro está, y más si ya tienen unas copitas de más encima): "¡Qué elocuente!, ¡cuánta verdad!, ¡se las trae, el/la tal Fulanito (a)!, ¡sí, claro, además de pensar bien, se expresa bien!". Ese que tuvo la osadía de hablar, sin duda, aprovechó la ocasión (de forma consciente, o no) para seducir. Y no estoy inventando nada nuevo (¡lamentablemente!), sucede siempre, desde siempre y, para siempre, seguirá sucediendo. Sobre todo en política. Ya Platón y Aristóteles se encargaron de todo este asunto hace mucho rato y los teóricos de la argumentación lo describen en mayor detalle y con mucho más fundamento. Lo que yo deseo ampliar son estas definiciones propuestas por el diccionario (tanto la positiva, la número 2, como la negativa, la número 1) de la arrogancia. Nos empeñamos durante las llamadas conversaciones de café (aunque lo que termine tomándose uno sea una cerveza o un simple, pero sabroso, té con limón) en desteñir y desinflar a aquellos que no nos parecen humildes... "¿Qué se creerá?" solemos cuchichearnos los unos a los otros cuando queremos dejar en claro que el ego ajeno nos molesta, nos perturba. Pues pienso que, precisamente, el ego es lo que mantiene las sociedades, tales y cuales las conocemos. Esa seguridad que transmite, a través de una charla fiestera, el/la que se ha atrevido a hablar es una de las virtudes más admirables que conozco. Una de las que, sin duda, con copitas o no, me haría suspirar. ¿Por qué pienso (y seguramente no soy la única) mantiene la existencia de las sociedades? Por un fenómeno práctico y biológico: la selección natural. O al menos eso creo. No es sólo una cuestión física, de estética, de olor, de hormonas, de atracción, de tono de voz, de química, en fin, es también una cuestión de saber imponerse frente al grupo. Esa imposición, si está dotada de arrogancia, permitirá, sin duda, que ese suspiro se convierta en algo más, admiración quizá (o envidia los más de los casos). Esa huella territorial que graban algunos seres humanos a través de la expresión oral de pensamientos diversos, en reuniones comunes y no tan comunes, permite a la audiencia descartar. Descartar quién será el líder de ahora en adelante... seleccionar a quiénes quisiera invitar más seguido... ¿o no?

Las ideas que consideramos las mejores, los chistes que consideramos los más graciosos, los mandatos que consideramos los más idóneos (para que se desarrollen los eventos más cómoda y fluidamente), provienen siempre del que se atrevió a hablar. Romper el cascarón, vencer el miedo o la vergüenza, opinar, elevar la voz, sonreír, mirar y parpadear, dejar mostrar las emociones de vez en cuando precisamente para conmover a los interlocutores, son todas estrategias que, conscientes o inconscientes, atrapan a cualquiera, hasta al más exigente. 

Me pregunto para qué servirá mentir en una entrevista y confesar que nos encanta trabajar en equipo. Supongo que la mayoría de las personas que se tomen un tiempito para leer esta nota se acordarán de aquella vez en que todo el trabajo lo hicieron ustedes solos, porque no confiaban en los demás (y lo peor del caso es que ni les importó), o que terminaron corrigiendo aun la versión final de tal o cual proyecto esa madrugada previa a la entrega, porque no estaban seguros de que Sultanito (a) se hubiese cerciorado de que todo estuviese bien escrito y explicado lo mejor posible, o hubiese sido, en definitiva, tan detallista como ustedes. Y hay más. Alguno también recordará cómo su mejor amigo en la universidad le sopló que tenía un error en la respuesta y, sin embargo, NO lo corrigió. 

No pondremos en duda que por la existencia de la arrogancia, se hacen posibles nuevos inventos e investigaciones, se abre paso a la tan alabada y requerida evolución. El reto que supone creernos superiores que el de al lado y mejorar lo propuesto anteriormente, nos permite a las sociedades crecer cada día, un poquito más y otro más... No olvidemos que uno de los puntos clave que exigen los altos y despreciables empresarios reside en la "proactividad" o la "optimización" de los procesos ya existentes...  

Pero hay otro tipo de arrogantes, los que encasillo en la definición número 1. Esos son los arrogantes escondidos. Son los arrogantes que no se atreven a hablar en las reuniones, que no confiesan que su defecto es el perfeccionismo y que serían incapaces de alardear sus éxitos, pero que sí ventilan sus fracasos. Particularmente, les tengo menos admiración y en ocasiones incluso más confianza. Paradoja que resulta un poco difícil de interpretar, incluso para mí que deseo entenderlo (y expresarlo) lo mejor posible. Lo trataré de explicar enseguida. De estos arrogantes siempre me estoy esperando que creen algo, que mejoren algo, que confiesen algo (porque estoy segura que si lo hicieran, si algún día se atrevieran a, serían sencillamente insuperables). Los arrogantes escondidos no escriben (aunque consideran que todo lo escrito es mejorable por ellos), no hablan (aunque saben que podrían expresarse mejor que los parlanchines), no crean (porque no quieren opacar al resto del mundo). Esos arrogantes escondidos no hacen sino quejarse de lo existente, pero no lo mejoran ni se enfocan en, porque sencillamente "no vale la pena" o se sentirían un arrogante más del montón. Son patéticos y genios. Son infames y con alto coeficiente intelectual. Su paso por la tierra no deja una huella, ni dos, no son líderes ni nunca lo serán (y poco les importa), desprecian todo lo creado, se indignan muy a menudo y admiran (o envidian), en secreto, a los arrogantes número 2, quienes fueron capaces de vencer el miedo e innovar y mejorar (y, en las palabras de un arrogante número 1, "hacer el ridículo"). Estoy casi segura que los grandes, los grandiosos, los magnánimos, históricamente hablando (Copérnico, Da Vinci, Galilei, Darwin, Watt, Einstein, Newton, Pitágoras, Arquímedes, y pare Ud. de contar), pertenecen a esta categoría pero que superaron los miedos y vencieron los prejuicios, convirtiéndose en la definición 2.  

No se sientan halagados los que se catalogaron en la definición 2, pues estoy dispuesta a aseverar que todos tenemos un poco de ambas. Lamentable (¿o afortunadamente?), unos más de la 1 que de la 2, pero ese es otro tema. Quien carece de arrogancia (1 ó 2), no surge, no impacta, no enferma, no inventa, no evoluciona, no apasiona, no sufre, no seduce, no enamora...             

    
  

viernes, 16 de marzo de 2012

Una historia predecible

Fosforina, nombre de cariño que le daban sus amigos de la cuadra por donde vivía, era una muchacha bastante inquieta. Había crecido en un medio austero, llena de necesidades y sin acceso a ninguna educación de verdad (que no fuese, pues, más de la que su propia madre podía darle). Desde muy pequeñita la mandó a trabajar en el puesto de venta de empanadas y batidos que preparaba su comadre Polillita (apodo también otorgado por sus amigos del barrio). Pero a Fosforina (como a cualquier niña de su edad) no le gustaba trabajar. Se rehusaba constantemente a colaborar en el negocio, tenía enormes peleas con su madre y con Polillita y, en más de una oportunidad, simplemente no fue a trabajar. En esas escapadas, Fosforina conoció a otro grupo de jóvenes, tan sólo un poco mayores, que la introdujeron en una especie de mundo paralelo, donde el verbo trabajar ni siquiera se sabía pronunciar. Le enseñaron los artificios del hurto y del placer de no hacer nada y Fosforina, como es natural, le agarró el gusto a esta nueva vida de aventuras y pocos esfuerzos. Su madre, quien recibía el 70%, aproximadamente, de lo que Fosforina robaba, se hacía un poco la loca y no recriminaba a su hija en lo absoluto. Todo lo contrario, se quejaba en voz alta con la intención de que Fosforina trajera más y más. La niña, quien ya no era tal, porque estaba a punto de cumplir 16 años, socialmente se fue transformando en un ser cada vez menos apreciado. Robaba por doquier, engañaba, timaba, se burlaba de todos, fuesen niños malcriados o solícitos, ancianos conservadores o rebeldes, viejas gruñonas o comprensivas, adultos simpáticos o malhumorados... nada importaba, Fosforina atacaba a cualquiera. Sólo sentía compasión por los animales, quienes nunca le habían exigido nada y que con apenas una tierna mirada apaciguaban su espíritu desbocado las más de las veces... Fosforina, por otra parte, no había descubierto todavía el amor. No había tenido tiempo para ello. Sus escapadas sólo le servían para llevar dinero a casa, quedarse un poco ella, salir de noche con su grupo de amigotas alocadas y regresar borracha o drogada. 


Una de tantas noches de juerga, en un local muy concurrido que no había visitado con anterioridad,  algo lejano a su lugar de residencia, Fosforina se topó con un joven (apuesto, claro está) uniformado (policía, tal vez, por lo sugerente de su placa, rolo, pistola y uniforme...) de ojos muy grandes y tristones, muy derecho y circunspecto, con aspecto muy limpio, afeitado y perfumado. Él no se percató de la presencia de Fosforina, pero a ella le empezó a ocurrir algo que no le había ocurrido jamás: cada vez que volteaba de reojo al verlo (una vez más y otra y otra...) le empezaba un lloriqueo raro y nerviosa, (aunque ella no habría descrito la sensación como tal) trataba de acomodarse en vano el cabello que le tapaba las orejas para mostrar sus enormes argollas que había robado justo ese mismo día a otra jovencita del mismo barrio que, a su vez, había trabajado durante 53 horas esa semana para comprárselas (pero esa es otra historia que no nos interesa mucho ahora). Lo cierto es que Fosforina no sabía qué ni cómo hacer para aproximarse a Tullius (sobrenombre que utilizaré durante un largo rato antes de revelar su verdadera identidad. Escogí Tullius porque el aspecto de este jovenzuelo me recuerda a uno de los personajes protagonistas de una maravillosa novela de Balzac). 

Tullius le parecía un ser inalcanzable, distinto a todos los que había conocido hasta ahora. Diferente a su padrastro, al dizque novio de Polillita, al vecino idiota que sólo le decía babosadas cada vez que salía de su humilde casa; en fin, Tullius era distinto a cualquiera que se le hubiese atravesado en el camino, que a pesar de lo corto que pudiera parecer para la edad de Fosforina, no era tal, ya que ella había vivido a un ritmo bastante acelerado hasta entonces. Incluso, ese joven no se aproximaba a ninguno de aquellos ingenuos adolescentes que se sentaban en la placita a dos cuadras de su casa, de la que en más de una ocasión tuvo que salir corriendo para no ser atrapada y encarcelada por la previa fechoría cometida, precisamente, a los ingenuos mencionados. Entre tanto nerviosismo y comparación a Fosforina no le quedó de otra que tropezarse, volcar la cerveza a medio tomar en el traje perfectamente planchado de Tullius y sonreírle ligeramente con la cara más colorada que nunca jamás. Fue amor a primera derramada de cerveza. Tullius hubiese querido que no sólo le volcara encima una cerveza, sino miles de ellas, una tras otra, durante toda la vida. Y así comenzó un tierno y disparatado romance. Tullius no podía creer los 16 años de Fosforina y ella, a su vez, no podía tragarse la noticia de tener un novio policía. Se esforzó horrores los primeros días para esconder su profesión, pero ante tanta pregunta incómoda no sabía ya cómo defenderse. Tullius, quien sospechó desde el primer día que la conoció (porque se parecía mucho a la descripción que al menos una veintena de personas había dado en la jefatura, tras las respectivas denuncias) cuál era exactamente esa profesión, se dedicó a ignorarlo por completo, con la esperanza de hacer cambiar a Fosforina para el bien, ya que él era tan moralista, tan ético, tan correcto que sabía (con certeza) que ésa era la clave del éxito. La clave, para él, consistía en dar el buen ejemplo. Cuando la niña (así la llamaba él, que ya era mayor de edad, y sabía que, de por sí, había empezado a cometer un crimen, pero que de esa nimiedad se ocuparía después) lo viera a él ocuparse de los ciudadanos en justa manera, resguardándolos y protegiéndolos de malhechores (como ella), Fosforina recapacitaría, repensaría sus acciones y volvería al rumbo apropiado (que nadie nunca le enseñó) y todos felices como lombrices después de un banquete de partículas orgánicas). Y no estaba del todo equivocado. Fosforina había dado un cambio, ligero, pero cambio al fin. Se había convertido en una muchacha más feliz. Sonreía a menudo, no insultaba con tanta frecuencia y tenía menos tiempo para robar (porque estaba con Tullius, o bien, pensando qué podía regalarle ese día, esa tarde, esa noche, a su caballero uniformado, ya que le encantaban las sorpresas). Sin embargo, las cosas en casa de Fosforina no estaban para ponerse a pensar en "pajaritos preñados" (como decía su mamá, la comadre de su mamá y cualquier otra vieja del barrio), había, como siempre las hubo, muchas necesidades, pero la más grave de todas era el poco respeto que la madre de Fosforina sentía por sí misma y por su hija, a quien exigía continuamente que trajera más pan para comer. Por lo que Fosforina no tuvo más remedio que seguir en las andanzas e irse olvidando un poco de su historia de novela. Tullius, quien además era un hombre muy familiar, empezó a darse cuenta que su relación no iba para ningún lado, porque en ocasiones esperaba largas horas por Fosforina, quien por su parte, estaba amenazando a cuchillo limpio a cualquiera por las calles. Sin embargo, el amor que sentía el uno por la otra era demasiado sincero como para dejarlo morir, así que Tullius se empecinó en ayudarla. Pero no fue suficiente. Ninguna charla, lección, sermón, comparación, ideal, consejo, exhortación, recomendación, advertencia... fue suficiente. "Con palabras no se compra pan", respondía siempre Fosforina y a Tullius se le encogía algo por dentro, que no supo nunca precisar exactamente qué era.  

La noche previa a la celebración del aniversario de bodas de los padres de Tullius, lo llamó el jefe a él y a otros compañeros para que realizaran guardia nocturna en las zonas aledañas a la morada de Fosforina. Tullius, acostumbrado a aquellos parajes, fue sin chistar, aunque algo parecía incomodarle, pero no lograba definirlo del todo bien (al parecer, Tullius vivía con una perenne indecisión e indeterminación acerca de lo que sentía). Había indicios claros de que no sería una noche común. Su madre, un poco atolondrada con los preparativos de su propio aniversario, lo llamó en más de una ocasión esa noche para recordarle todo lo que tenía que comprar, preparar y llevar a su fiesta. Su padre, le dijo que no debía olvidar pasar por la floristería de la esquina de la casa de sus tíos abuelos, para buscar el ramo que le había mando a preparar a la madre. Su abuela le había dicho que tuviera mucha cautela (ella nunca se dirigía a Tullius en esos términos porque seguía tratándolo como niño, entonces decir "cautela" era una palabra para gente grande que la hermosa señora sólo empleaba con sus hijos, pero nunca con sus nietos). Finalmente, los peces que 7 meses atrás le había regalado una enamorada ahora por completo olvidada, estaban más inquietos que nunca y, aunque Tullius ya los había alimentado, volvió a hacerlo, para calmarlos un poco, sin lograr resultados muy satisfactorios, como estaba apurado, los puso a oír un par de melodías clásicas a ver si eso funcionaba, y salió a las voladas de su casa, pues estaba llegando tarde a la guardia. Así pues, esta noche no era del todo común. Estaban los ánimos un tanto agitados.

Mientras tanto, Fosforina había tenido un encuentro con una mujer de unos 30 años en una de las esquinas de la plaza ya mencionada. Durante ese encuentro, la mujer de unos 30 años puso a prueba a Fosforina. Si Fosforina cumplía su cometido, la mujer de unos 30 años le otorgaría a la joven el privilegio de unirse a su clan. Así lo llamaba ella. Los beneficios de pertenecer a ese clan eran, sencillamente, inestimables. No sólo te daban un arma de verdad verdad (ninguna navajita ni cuchillo mal afilado), sino que además te daban una especie de salario cooperativo. Lo que robara el clan iba a un pote y luego dividían (no del todo equitativamente, pero casi) el motín y todo mundo contento, menos los robados, claro está. Fosforina, quien por su parte había empezado a desarrollar otras habilidades en compañía de Tullius, ya no era tan ingenua, era más bien intuitiva y perspicaz, accedió pero con condiciones. Una de las condiciones era que ella decidiría a quién robar. Fosforina sabía que muchas veces había atacado a gente en peores condiciones que ella misma, y no quería volver a hacer eso porque se sentía más miserable. En todo caso, robaría a gente que tuviera más, para no perjudicar tanto. La mujer de unos 30 años se rió estruendosamente (una exagerada para reírse, la verdad) y le dijo que esa estupidez a ella no le importaba, que cumpliera con el cometido propuesto y que su bienvenida en el clan estaba más que garantizada. Fosforina sintió miedo, por primera vez en su vida, sintió miedo. Y es que no se trataba de un encargo sencillo. No era sólo robar esta vez, se trataba de asesinar a su víctima. Fosforina lo pensó una y otra vez, dio mil y un vueltas al asunto, sus pensamientos se estrellaban, se retorcían, se intrincaban. Creyó estar en un laberinto formado nada más que por pedazos de gente ensangrentada, se asqueó, sintió náuseas, volvió a pensar, y pensar y pensar y pensar. Se acordó de Tullius, de todas sus amonestaciones y reparos, de los besos, de las caricias sinceras, de las risas, de los ojos de su justo amado. Pero sobre todo recordó sus manos. Sus manos que habían mil veces empuñado una pistola tal cual ella estaba haciendo ahora y recorrió su cuerpo un escalofrío. Porque esas veces que Tullius tuvo entre sus manos un arma, se debían precisamente a la tarea que él tenía de atrapar gente como ella. Al mismo tiempo, sintió otra cosa que antes no había sentido: Poder. Así que le dijo a la mujer de unos 30 años que ella haría el trabajo. Que la decisión estaba tomada y que, dentro de dos horas, estaría todo resuelto. La mujer de unos treinta años volvió a reírse estruendosamente y añadió que no esperaba menos de Fosforina. Que tenía tesón (bueno, esa no fue la palabra que utilizó, pero no quiero repetir sus términos acá), que así se habla, que todo en esta vida tiene su sacrificio y que ya de por sí le estaba dando la bienvenida, porque sabía que Fosforina no fallaría. 

Tullius y sus compañeros se distrajeron mirando la luna que estaba de un color particular ese día y se pusieron a comentar acerca de la contaminación, que hace apenas unos años se veían las estrellas fácilmente, que ahora sólo una que otra, y sólo las que están más cerca de la luna, que si la luz, que si me dio hambre, que si qué fastidio esta guardia, que si hoy es un día tranquilo y nos aburriremos como ostras. Tullius, por su parte, pensaba en sus encargos familiares, en sus peces saltarines, en los ojos de Fosforina, en su inocencia y su valentía, todo junto.

Fosforina se dirigió al encuentro de dos otras muchachas en su misma situación pre clan y se pusieron de acuerdo para caminar unas tres cuadras más, hacia el sur de la plaza, para elegir a sus víctimas respectivas. Fosforina, que sorda no estaba y que había escuchado tan atentamente a Tullius que muchas palabras se habían quedado como impresas en su mente, les recordó a las otras dos, como quien no quiere la cosa, que escogieran muy bien antes de disparar. No vaya a ser que elijan a algún vecino, hijo de vecino, amigo, nieto de alguien conocido, que si tiene cara de mala gente, bueno ok, pero que si no, no. Las otras dos no entendieron mucho (o no quisieron entender) y se fueron trotandito a su destino. Paralelamente, una gran camioneta con música de fondo a un volumen exagerado, conducida por un joven, acompañado de otros tres, como de la edad de Tullius, se estacionó cerca de un perrocalentero a saciar su hambre post rumba alcohólica. Los tres no conductores se adelantaron hacia el perrocalentero y Fosforina, que ya había decidido a quién disparar, se acercó sigilosamente, por detrás, al joven conductor a quien consideró tenía mirada altiva (esas tampoco fueron sus palabras) y lo apuntó, no sin antes pronunciar la tan conocida frase "quieto, esto es un asalto". El joven, inmóvil, sólo atinó a apretar en botón "enviar" en su celular (que tenía en la mano en ese preciso instante), para enviar un mensaje en el que le escribía a su hermano que también había que contactar a los músicos para la fiesta de mañana y que él ya se había comunicado con una orquestica pero que estaba medio costosa y no le cuadraba el asunto. Al recibir el mensaje de texto, el hermano se preguntó qué haría el otro despierto hasta tan tarde y volvió a sentir cómo las tripas se ensanchaban y encogían en su interior.

Las otras dos compañeras de fechorías habían cumplido con el encargo y se escucharon, a una distancia no tan lejana de Fosforina y su víctima, tres disparos. En ese mismo instante, Tullius y sus colegas corrieron hacia el lugar de los hechos, porque también estaban muy cerca, pero sólo alcanzaron a ver las dos víctimas, heridas, en el suelo. Tullius, de inmediato empezó a correr sin rumbo, porque no tenía a quién perseguir (las otras dos hacía rato habían huído, esperanzadas con el bautizo próximo del clan) hasta que divisó a un perrocalentero que atendía a tres jóvenes que, de pronto, le parecieron conocidos. Al acercarse a ellos, se dio cuenta que en la otra esquina estaba ocurriendo una situación inusual (o no tanto) y por los movimientos tensos de los dos jóvenes que lograba observar desde donde estaba, sospechó que algo andaba mal. De inmediato, caminó sin mucho sigilo hacia la camioneta y vio cómo Fosforina tenía amenazado a su hermano menor. Tullius, desesperado, corrió al encuentro de sus más grandes amores, para evitar cualquier desgracia. Fosforina, quien no se percató que el uniformado era su razón de ser feliz y, muy nerviosa por el rápido acercamiento, levantó el arma y disparó casi sin ver, pero con una puntería envidiable, y Tullius cayó al suelo.

El hermano de Etelvino, Eufronio, soltó un alarido desesperado al ver que su hermano mayor, que estaba por cumplir 21 años, al que amaba y admiraba con todas sus fuerzas, quien prepararía con él la fiesta aniversario de sus padres también tan amados, cayó de rodillas al suelo, muy abrumado. Fosforina, al escuchar el verdadero nombre de su Tullius (que sólo su familia y ella conocía, pues se lo había confesado, entre risas y vergüenzas, una de esas tardes de amor) pronunciado por el otro, sintió desvanecerse también y, en conjunto con Eufronio, fue al encuentro de Etelvino para intentar determinar dónde había sido el disparo y correr a una sala de emergencias. Pero ella había tenido demasiado puntería... Un rastro de sangre desde el centro de la frente hacia la mejilla izquierda, recorría el rostro de Etelvino. Eufronio, tomó a Fosforina de los brazos, quien se encontraba arrodillada en el suelo, con la mirada perdida y la entregó a la jefatura más cercana. Ella, no parpadeaba. No volvió a pronunciar palabra. Eufronio y sus amigos se encargaron del cuerpo de Etelvino. No hubo fiesta al siguiente día.                             

jueves, 15 de marzo de 2012

Representaciones temporales. Oda a Ende.

¿Quién determina tu tiempo de vida?, ¿quién colocó los adjetivos?, ¿quién creó la referencia?, ¿por qué eres apto para un empleo hasta cierta edad y no para siempre, hasta el día de tu muerte?, ¿quién aseveró que eras muy joven para amar y muy viejo para odiar, y viceversa?



A todos nos angustia el tiempo. El tiempo se nos agota. Nos consume el hecho de su huida, de su carrera, de su desaparición. Entretanto, nos enfocamos en retenerlo, inventamos elíxires, pagamos por costosas cremas, cirugías, optamos por tratamientos diversos, dejamos de alimentarnos de tales o cuales alimentos, nos alejamos de ciertas bebidas, nos divertimos menos, empezamos a practicar los deportes que alguien ha dicho que alargan el tiempo de vida, de flexibilidad, de juventud..., y seguimos comprando relojes (símbolo de poder en muchas culturas. Mientras más costoso y representado por un artista de moda, cuánto mejor). Nos ponemos horarios, que muy pocos respetamos. Nos mentimos, nos acobardamos frente a los cumpleaños, nos comparamos con los otros y sus logros, nos asfixiamos. No dejamos de pensar en nuestra EDAD.

Por mi parte, que sufro de casi todos los males descritos con anterioridad, me dispongo a prepararme unos pancitos tostados, con miel. ¿Qué otro placer podría prepararme si no? Michael Ende nos da la respuesta. He leído a Ende en más de una oportunidad, repetidas veces. Ende es un mago de la escritura juvenil (y no tanto..., recordemos a Jacqueline Held quien opina que el desfasaje existente entre el mundo real y el desconocido conduce a la reflexión, la cual se propicia de la misma manera en jóvenes, adultos y todo aquél que haya desarrollado aptitudes de lectura, así que podríamos incluir también a niños) que nos adentra en mundos maravillosos que todos desearíamos tocar, respirar y oler alguna vez. Este escritor de literatura fantástica (en su mayoría) también se planteó estas cuestiones temporales y las reprodujo en un hermoso libro al que tituló Momo y que fue publicado hace ya casi cuarenta años, pero cuya vigencia es sencillamente admirable. Estoy casi segura que Ende, en más de una ocasión (como estoy intentando hacer ahora mismo), detuvo su propia respiración a ver si lograba detener, a su vez, un poco el tiempo que se le iba de las manos, de los ojos, de los dedos, de las orejas, de los codos, de todas las extremidades...



La representación simbólica del mundo a través de la ficción que plantea Michael Ende no se limita a emplear la fantasía como una vía de escape de la realidad, sino como parte integrante de la misma. A través de un Maestro Hora, dueño del tiempo de todos los hombres; una niña a la que le sobra tiempo y, por ello, puede precisamente dedicarse en detalle a ciertas tareas que no todos están capacitados de atender (como, por ejemplo, escuchar a los demás atentamente, sin apurarse); un barrendero que se toma todo el tiempo que necesita para expresarse correctamente y evitar mentir; los hombres grises (las sanguijuelas o ladrones del tiempo, cuyo lema fundamental es: "El tiempo es oro - ahórralo"); una tortuga bastante particular mano derecha del Maestro Hora y muchos personajes más, el escritor alemán abre espacios en la imaginación de sus lectores que, de alguna manera u otra, los ayuda a encontrar respuestas a esas interrogantes con las que inicié la nota de hoy.

En Momo se descubren maneras distintas de entender ciertas paradojas temporales, Ende bautiza como "horas astrosas" a aquellas que a veces pasan sin que nadie se dé cuenta, "pero si alguien las reconoce, pasan grandes cosas en el mundo". Plantea ideas filosóficas del tiempo y también nos habla de las causalidades y las casualidades. Si todos los hombres estuviésemos realmente atentos (y en la capacidad de reconocer una hora astrosa cuando ocurre), muchas más cosas espléndidas regirían el mundo real tal y cual lo conocemos. Claro está, somos demasiado distraídos, para nuestra desgracia. Recordemos que esta misma idea del tiempo desapercibido, de los espacios y lugares que también pasan inadvertidos, la retoman autoras como Rowling en su conocida obra cuyo protagonista es Harry Potter. Es así como vemos que Ende ha marcado ciertas pautas y tendencias que abren paso a nuevas creaciones artístico - literarias.  

Los invito a que recorran Momo, una novela con persecuciones alocadas pero huidas tranquilas, sin apurarse, porque hay demasiada tela que cortar. Y lo importante reside en hallar con quién compartir ese tiempo anhelado, pues cuando sobra en soledad, se convierte en una carga muy pesada de llevar, en una  cruel maldición.
  

martes, 13 de marzo de 2012

La obsesión de Pánfilo Anacleto

Hoy quiero compartir con ustedes una historia que me contó un hombre con una característica un tanto desagradable, mientras viajábamos en un autobús... 

Pánfilo Anacleto, de aproximadamente 38 años, estatura promedio, nacionalidad desconocida, sonrisa perfecta pero que no emplea frecuentemente, contextura delgada y siempre muy ocupado, tiene una obsesión (o varias, pero una en particular lo deja sin aire la mayor parte del tiempo, sobre todo en las noches). De la obsesión hablaré en breve, pero primero quiero describir qué hace Pánfilo Anacleto (al que de ahora en más, por la complejidad y longitud de su nombre, empezaré a denominar únicamente P.A.) con sus días, sus tardes y sus noches. P.A. hombre sencillo, observador y detallista disfruta al máximo los paseos en autobús. Hay pocas cosas en la vida que distraigan y conforten tanto a P.A. como mirar por las ventanas de los autobuses y ver, además, quiénes suben y bajan del, a veces tan concurrido, sistema de transporte. P.A. los observa a todos, a las mujeres sobre todo, y quiere siempre acomodarles, ajustarles, algo. En su cabeza, imagina cómo sería esa persona sin ese lunar, si tuviera el cuello de la camisa derecho, si tuviera pecas, si usara tacones, si se afeitara, si se cepillara los dientes con frecuencia (con hilo dental incluido), si empleara un exfoliante en las noches, si se cortara las uñas un poco, si se dejara crecer el cabello, si se tatuara la muñeca o la rodilla, si se ejercitara al menos un día a la semana ("¡por favor!"), si dejara de asirse al asiento delantero con las manos grasientas de las empanadas de pollo que acaba de ingerir golosamente... P.A. se lo pregunta todo, lo acomoda todo mentalmente y se siente satisfecho al ver reconstruida la persona en su imaginación. Para P.A. todos tienen un defecto que los aleja de la belleza, no de la perfección, pero sí de la belleza. 





P.A. trabaja en un periódico redactando artículos aburridísimos (en sus propias palabras) de opinión acerca de los deportes de moda. P.A. consiguió ese trabajo por medio de un amigo de la prima de su abuela, que un gris domingo fue a almorzar a la casa cuando P.A. la visitó. Le comentó que estaba desempleado, pero que era bastante prolijo con la escritura, detallista al máximo, obsesivo con los errores gramaticales, ortográficos, estilísticos, etcétera y, además, muy puntual. Al amigo de la prima de su abuela estas características lo convencieron y pasó el dato al periodicucho donde ahora trabaja P.A. Tan mal no está ese empleo dentro de todo, le da de comer, le permite darse esos lujos que tiene, puede visitar al odontólogo al menos una vez por semana y, además, sólo trabaja 6 horas por día, lo que le permite realmente dedicarse a su dentadura. La obsesión de P.A., a la que me refería inicialmente, tiene que ver, sin duda, con los dientes. 

P.A. siempre tarda limpiando su dentadura unas dos horas, en promedio, por día. Tiene cualquier cantidad de enjuagues bucales, distintos tipos de hilo dental, se conoce todos los sabores, colores y olores de las pastas de dientes del mercado (nacional e internacional) y, además, añade gasa a su tratamiento diario (pues, según él, no sólo son los dientes los que uno debe limpiarse, sino las encías, el paladar, los cachetes, todo todito todo, nada debe quedar por fuera, porque ahí, precisamente ahí, en ese pequeño punto ciego empieza el problema, la bacteria, la obsesión...). P.A., como señalé con anterioridad, visita al odontólogo una vez semanal, sin falta, a realizarse una limpieza con flúor que ya está acabando prácticamente con su esmalte y, a pesar que el odontólogo se lo ha advertido en más de una ocasión, P.A. lo ignora y sigue yendo y yendo y yendo, hasta un día amenazar a su dentista con visitar a otro si el de turno seguía con sus "advertencias insensatas". Pero la obsesión de P.A. no termina aquí, cuando va a dormir P.A. sueña terribles pesadillas alrededor de sus dientes. Sueña que los mastica, los tritura, los pierde. La sangre y los pedazos de dientes salen de su boca, los escupe, los guarda intranquilo porque mañana irá al médico y él seguro sabrá acomodarlos, siente náuseas, dolor, desespero, asfixia, los pierde todos, no los recupera, no será posible la reconstrucción (dice el doctor en su sueño). P.A. se martiriza con esta pesadilla que lo persigue casi todos los días de su vida. No quiere ir al psicólogo, porque es muy discreto, muy reservado, se avergüenza con facilidad, sobre todo de aquello que tenga que ver, precisamente, con su dentadura. Se mira al espejo y sonríe falsamente, mañana, media mañana, mediodía, tarde, noche y medianoche para comprobar que su dentadura perfecta no ha dejado de serlo, pierde la cuenta de cuántas veces se los cepilla, con fruición, con esmero, con antojo, con perseverancia. Pero llega la terrible noche, P.A. vuelve a tener ese sueño recurrente, unos días son peores que otros. Unos días se atraganta con sus propios dientes, más sangre, más dolor, más angustia. Y así ha pasado P.A. sus años de vida, desde que puede recordar, siempre igual. Pero a medida que P.A. va envejeciendo, las pesadillas son cada vez más frecuentes y empieza a obsesionarse también de día, cuando despierto cae en ensoñaciones que lo llevan a desviar, incluso, su atención de los transeúntes, de los otros pasajeros en el autobús, de los otros periodistas, compañeros de trabajo. Ya no visita tanto a su abuela, ya no puede pensar en otra cosa que no sean sus dientes y el acoso nocturno simplemente no lo deja dormir más. 

Para su cumpleaños número 39, sábado 23 de octubre, P.A. toma una decisión "sin vuelta atrás". P.A. ya no seguirá soñando más. P.A. ha encontrado la solución a su obsesión. Se levanta muy temprano, se cepilla los dientes (respetando los movimientos circulares y de arriba a abajo y de abajo arriba y todo lo demás, hilo dental, enjuague bucal, gasa por encías y zonas aledañas), desayuna, se los vuelve a cepillar (respetando los movimientos circulares y de arriba a abajo y de abajo arriba y todo lo demás, hilo dental, enjuague bucal, gasa por encías y zonas aledañas), hace su rutina de ejercicios, trotando 10 Km alrededor del parque más cercano, regresa a casa no sin antes pasar por la ferretería, pues casi ha olvidado lo que tenía que comprar, llega a casa, se cepilla nuevamente (respetando los movimientos circulares y de arriba a abajo y de abajo arriba y todo lo demás, hilo dental, enjuague bucal, gasa por encías y zonas aledañas), toma lo que ha comprado, se mira frente al espejo y hace realidad la pesadilla...: Con toda la decisión, se martilla uno a uno los dientes, caen por el lavadero triturados, rotos, algunos completos, la sangrienta imagen se refleja en el espejo, que se ha astillado en el lado derecho gracias a uno de los movimientos bruscos y repentinos de la mano derecha de P.A. en contra de su propia cara, de sus propios dientes, en contra de esa sonrisa que no utilizará nunca más, ni siquiera en las ocasiones en las que solía emplearla (bautizos, bodas, cumpleaños, alguna que otra cita en la que quería conquistarla a ella, a la otra que consiguió aquel día también de sonrisa perfecta), P.A. no grita, no se queja, aguanta el dolor, es un macho, un macho cabrío. Cuando ha terminado su ardua tarea, dos lagrimones cubren su rostro. Está perdido, está salvado. Todo pasó tan rápido, ya casi no recuerda cómo comenzó. 

P.A. está ahora a mi lado, en el autobús, "eso pasó hace años", me dice, "hace unos 15 años", "ahora soy un hombre distinto, calmado, no acomodo a la gente en mi mente, ahorré mucho dinero después de mi decisión y sólo viajo en autobús una vez a la semana, los otros días viajo en taxi, tomo vacaciones con mucha frecuencia, a veces voy a cruceros, no me casé nunca pero tengo un gato, es muy simpático y juguetón". Yo, por mi parte, al término de su historia, me bajé del autobús, corrí a cepillarme los dientes (respetando los movimientos circulares y de arriba a abajo y de abajo arriba y todo lo demás, hilo dental, enjuague bucal, gasa por encías y zonas aledañas) y juré frente al espejo, una y otra vez, nunca, nunca, nunca, comprar martillos. 

lunes, 12 de marzo de 2012

Sensaciones acosadoras

¿Qué produce la música en quién la escucha atentamente?, ¿qué produce el tacto con distintas superficies?, ¿qué produce el tono de voz de un ser en otro? Esas y otras interrogantes nos recorren diariamente, desencadenando sensaciones inevitables que nos hacen sentir verdaderamente partes de un todo. ¿Quién no ha relacionado la temperatura del agua con algún color, quién no ha vinculado sus sueños con la realidad o viceversa, gracias a un simple, e inesperado, roce de codos? 


Hace unos días, bajo una de las tres duchas diarias derivadas del calor húmedo incesante, apenas sentí el agua correr sobre mis hombros, vi (o más bien, imaginé) un color amarillo fortísimo. Un color que no he visto fuera de la ducha, pero que representa, sin duda, un agua muy pero muy fría. Cuando en otras ocasiones la necesidad climática me ha llevado a regularla hacia lo más caliente posible, sólo llega a mi mente, despertándola, una imagen inmensamente oscura, casi negra. Y de esta manera, todos terminamos de alguna forma u otra, relacionando sensaciones, que se consideran, incluso, casi imposibles de corresponder. Algunas agradables, otras no tanto, pero están ahí presentes la mayor parte del tiempo. No creo que existan personas menos sensibles a ellas, pero sí creo que no todas las sensaciones son iguales para todos. Cuando camino por las calles, toco a mi paso sobre todo las plantas, un simple roce de la punta de mis dedos con la superficie de una hoja, me llena de un no sé qué indescriptible. Lo mismo me sucede con las rocas, con la corteza de un viejo árbol. Alguna persona me comentó que le ocurre con las paredes, que las texturas y distintas rugosidades han desarrollado en ella la imperiosa necesidad (casi una adicción) de ir tocando cuanta pared se le atraviese en su camino. El viento en el rostro, el tacto con el papel antes de ser escrito, el abrazo al peluche recibido en la infancia o tras un gesto tierno de un enamorado, la cobija sobre los pies desnudos, la caricia sobre la cabecita ingenua de una maravillosa mascota y posar las manos sobre una roca que la cubre una helada cascada. Todo lo anterior y más nos cubre de vida (¿?) de aire, de paz. Y sólo así recuerdo, recordamos, que somos parte de algo enorme, que se enreda, que se ramifica, que se extiende a una especie de infinito. No dudo entonces, cuando descubro algún tipo nuevo de sensación, que pertenecemos a un orden natural que, a pesar de los insultos que solemos propiciarle a diario, resulta inquebrantable. Los invito a hacer la prueba, ¿qué cosas en la vida les induce escalofríos, no producto de una regulación de temperatura corporal o gripecita? No en vano la archiconocida Amélie disfrutaba hasta el éxtasis al enterrar su mano en el saco de granos... 

Una simple nota musical, un olor verde (como el de la grama, o césped para entendidos, al ser cortada) o un tono de voz que nos invita a voltear para saber quién ha sido el dueño de tal exclamación, producen sensaciones que nos mantienen comunicados, alterados, sonrientes, apesadumbrados, rabiosos, enérgicos, atolondrados, satisfechos, extasiados. ¿Cuál será la nueva sensación que descubramos hoy?             



sábado, 10 de marzo de 2012

Pasiones

Todos tenemos una, soñamos con ella, nos divertimos cada vez que la vivimos o que, simplemente, pensamos en ella. Todos nos sentimos un poco menos toscos, menos insignificantes y, a su vez, más completos y desafiantes, gracias a ella. Muchos que aún no la encuentran, se preguntan: "¿qué puede haber de divertido haciendo eso?" o bien: "¿cómo saben que es eso lo que llena sus días, sus noches, sus sueños?" Otros, confiesan, avergonzados: "Yo también quiero una". Ahora mismo me atrevería a asegurar que todos, internamente, sabemos cuál nos corresponde. Y muy pocos han logrado exteriorizarlo realmente. Sabemos cuál es la que nos acompaña, cuál dirige nuestros pasos, cuál se nutre a su vez de nosotros, cuál no es nunca suficiente, cuál jamás nos llegaría a aburrir, ni a aplastar, ni a faltar. Porque está en nosotros siempre. Aunque la dejemos dormida por años. 



La deseamos, en ocasiones, sin ni siquiera saberlo. Se convierte en una necesidad descomunal para quienes la descubren alguna vez y, dejarla ir, simplemente, se torna en un imposible. La pensamos a cada instante, decidimos en función de ella e, incluso, dejamos nuestras responsabilidades, otros anhelos, algunos deberes, de lado, únicamente por ella. Somos capaces de superar obstáculos para obtenerla, para saciarnos, para vivir con intensidad a su lado. Ella nos destruye y nos construye, todo al mismo tiempo, aunque parezca carente de sentido. Nos lastima, nos anima, nos condena, nos arrastra, nos alivia. Ella siempre está, sólo hay que saber buscarla y no dejar dominarse por completo por ella, aunque ese hecho parezca prácticamente inevitable. Se constituye en nuestro motivo de vida, sobre todo cuando todo lo demás parece haberse vaciado de significado, de sentido. Nos rendimos a sus pies, confiamos plenamente y perdemos la cabeza por ella. Aunque nos agote, nos enfrente, nos asfixie, siempre volvemos a ella, como un clavo atraído por un gigantesco imán. Por ella escribimos, soñamos, brindamos, sonreímos y lloramos. Yo la anhelé, la intuí, la soñé, la descubrí, la respiré, la vivo, la utilizo, la construyo, me motiva, la viviré, la entenderé y la expresaré siempre. Ella es la pasión. Mi pasión tiene nombre y movimiento, es la danza... ¿cuál es la tuya?


viernes, 9 de marzo de 2012

Al enamorar

Más allá de intentar escribir una nota sobre consejos o tipcitos a la hora de enamorar, quiero referirme a dos factores determinantes, para ambos sexos, debo acotar, al momento de la conquista. Esto es una nota corta, que escribo mientras espero... (Todos siempre esperamos algo, pero no quiero desviarme con esto último). Estos dos elementos (por denominarlos de alguna manera, aunque cueste mucho en ocasiones dar nombre a ciertas cosas) son la voz y el olor. ¿Quién está de acuerdo? Seguramente más de uno. Me pregunto si a 100 personas planteara yo este cuestionamiento cuántos responderían lo uno o lo otro, o ambos. En esta nota, sólo me referiré al olor. Y es que deseo contar una experiencia cultural, sin pretender ofender, por supuesto, a absolutamente nadie. Más de uno también, supongo o más bien imagino, ha tenido la ocasión de utilizar el metro. Imaginemos la siguiente situación: En el Metro de Caracas, a cualquier hora del día, de la tarde, de la noche, hay un vagón lleno, y ese vagón lleno tiene aproximadamente un billón de personas, apachurradas, unas contra otras, de mal humor la mayoría, algunos haciendo algún chiste malo para liberar tensiones, un niño malcriado y gritón, una señorona llena de bolsas y bolsones, unos adolescentes besándose, otra señorona (o hasta una tierna viejita) mirando mal al que se hace el dormido y no le da el asiento y un enorme etcétera... Sin embargo, o al menos a mí no me pasó muy seguido, no huele mal. Es un país tropical, temperaturas elevadas, sudores, calorones y todo lo demás, pero no huele mal. Y es que la mayoría de los venezolanos, vengan de donde vengan y vayan a donde vayan, están siempre perfumados. Eso es muy agradable y, a mi parecer, muy importante. No sé si tendrá que ver con las novelas, base educacional de cualquiera, pero todos siempre andan arregladitos, perfumaditos, no en pijamas ni chancletas, y además procuran mascar algún Trident (o cualquier otra marca, es esta la que se me vino a la mente por extrañarla tanto) para no infestar al pasajero contiguo. Pues esto, señores, no pasa en los otros lugares que he visitado. En otras ciudades, sí existe el mal olor corporal y a nadie parece importarle tanto, sólo a los que venimos del mismo lugar. No es que conozca millones de ciudades aparte de la de origen, pero algo he podido comparar y, la verdad, extraño el olor de los venezolanos. Eso me hace plantearme esta cuestión íntimamente vinculada con la conquista, el olor y las feromonas (aunque no totalmente confirmadas en humanos), y me hace pensar en torno a la cultura y el amor. No en este momento, pero en alguna oportunidad quisiera poder entrevistar a un grupo de amigos (que se hallen regados por el mundo) para que me cuenten sus experiencias respecto al olor y el amor. El olfato activa el placer de la atracción, por lo tanto, de alguna manera debe también activar la comunicación entre dos seres humanos, por supuesto nada de lo aquí escrito tiene ningún fundamento científico ni de investigación, ni trato de relacionarlo con la química que se produce entre dos seres humanos, simplemente trato de contar mi percepción. Así que me pregunto ¿es posible hallar en un ser muy distinto culturalmente a uno mismo atracción real, si su olor llegara a parecernos, en ocasiones, repulsivo?, ¿es una simple manía que nos acompaña a muchos, pero no a todos?, ¿cuántas personas que emigran no buscarán inconscientemente precisamente a alguien que venga del mismo lugar porque hay algo en el olor (sin contar con la comunicación verbal y aquello que no debe explicarse, como el coloquio, que sería básico) de esa persona que no encuentra en el olor del nativo en ese nuevo país en el que desarrollará su experiencia de vida? Muchos tienden a obviar este punto, tal vez porque se dejan guiar únicamente por lo visual, pero estoy casi dispuesta a asegurar que en cada uno de nosotros (escondido, o no tanto) vive un Grenouille desesperado que intenta discernir si el que acaba de pasar a su lado tiene olor a enamorado.  

jueves, 8 de marzo de 2012

Historia de cómo empecé a sentirme un poco menos venezolana, a mi pesar


Seguramente, todo venezolano (o casi todo) tiene una queja respecto a la Comisión de Administración de Divisas. Este asunto, sin duda, debe estar vinculado con que algunos se benefician, mientras otros nos perjudicamos de una forma casi para deprimirse e ir corriendo a terapia (sí, saqué la cuenta, somos 17000 los que no ejercemos nuestro derecho por, al menos 3 años, lo cual se traduce en un montón de dólares que, si no estamos utilizando nosotros, seguro alguien más sí...). Bueno, yo no he ido a terapia, pero por momentos (sobre todo los desesperados) lo pienso. Mi historia es larga, compleja; sin embargo, siento que necesito plasmarla para que en unos años (y espero con todo mi ser sean pocos) pueda leer la entrada del blog y decir: "¡Qué tiempos aquellos! ¡Menos mal que eso no pasa ahora!". Todo comenzó cuando decidí irme de viaje y al intentar comprar en un supermercado (en el 2009, a principios) la tarjeta de crédito simplemente no pasó. Me dije, es raro, pero quizá es el punto. Intentaré en otro lugar, en otro cajero, en otro lugar, nuevamente. Y simplemente la tarjeta no pasó. Cuando me puse en contacto con el banco, me dijeron que se había bloqueado, para mi total sorpresa. Estando en el exterior, empecé a desesperarme un poco, porque bien sabemos que el acceso a dólares de manera oficial y legal en Venezuela es casi tan difícil como lanzarse en paracaídas más de 4 veces en una misma semana. Cuando empecé a preguntar a mi entidad bancaria, me dijeron que ellos no tenían nada que ver, que el asunto del bloqueo lo había decidido CADIVI. Yo, por supuesto, sabía que se trataba de un ERROR, pues el año anterior (2008) había sido convocada para entregar una documentación (Quinta Convocatoria) en mi entidad bancaria que incluyera fotocopias de pasaje, pasaporte, facturas, cédula y todo papel que pudiera vincularme con una salida al exterior precisamente en ese año 2008 (en el que también viajé). Y como yo había consignado absolutamente todo (incluso facturas de panaderías, ya borrosas con el paso del tiempo, como es natural) estaba libre de pecado. Mi uso correcto de las divisas me defendería frente a cualquier futuro ultraje o acusación injusta (como debe ser, ¿no?). Estamos en el 2012. No he resuelto mi problema del bloqueo. Realmente hacer un resumen de todo lo que me pasó resultaría un tanto fastidioso, repetitivo y reviviría angustias que no sé si aportan algo verdaderamente. Lo cierto es que ya sé ir con los ojos cerrados, los oídos tapados y las manos atadas, a CADIVI. Llevé, pues, nuevamente mi documentación (para ello tuve que sacar milquinientosmillones de fotocopias, dañando aún más al medio ambiente), me dijeron que tenía que escribir una CARTA DE RECURSOS DE RECONSIDERACIÓN y que, luego de eso, no podían asegurarme cuándo estaría resuelto mi problema, porque "bueno, son 5 analistas, tu caso, al igual que el de 17000 venezolanos está en JUNTA INTERNA y no tenemos ni idea cuándo podría estar resuelto". Mi paciencia por supuesto se había agotado ya para el año 2010 y, ¡cuánto más!, para el año 2011. Sin embargo, envié mi carta, más por fastidiarlos que por querer disfrutar de mi derecho (que de hecho, era un deseo de por sí bien fuerte). Pero cuál no es mi sorpresa cuando en noviembre de 2011 recibo una carta horrorosa (al e-mail) cuyo autor (o así lo decía la firma) era nada más y nada menos que Manuel Barroso (o Gusanoso, como suelo denominarlo ya que me recuerda a esos seres que desde pequeña he rechazado con náuseas profundas, miedos entrañables y disgusto indescriptible); en dicha carta, se explicitaba que quizá mi caso iba a pasar a la "Dirección General de Inspección y Fiscalización del Ministerio del Poder Popular de Planificación y Finanzas" (¡Qué nombre largo! así como las cadenas, es todo largo, tedioso, sin contenido real..., para impartir la sanción correspondiente por el ilícito uso de mis divisas), ya que "De acuerdo a lo observado en los movimientos migratorios suministrados por el SAIME (fecha de entrada y salida del país de origen, fecha de entrada y salida del país de destino), se deduce que el usuario no realizó el viaje al exterior según lo declarado en las solicitudes". Es decir, la redactora de esta nota quejosa no salió del país. Es decir, en los datos que el SAIME maneja no está reflejada mi salida (ni entrada) del/al país. A pesar de estar estudiando en el exterior (con certificados de domicilio incluidos, y documento de identidad), de haber entregado mil facturas, mil comprobantes, mil SELLOS de ENTRADA y SALIDA del país colocados por, adivinen quiénes, ¡los del SAIME! (respuesta correcta, sí). Total que tuve que ir al SAIME (Centro de Caracas) a pagar una unidad tributaria (que, viéndolo bien, no me correspondería pagar a mí porque yo no me pongo los sellos en el pasaporte, pero ¡bueh! ¿qué es una raya más pa´ un tigre?) y esperar que me entregaran, después de los correspondientes días hábiles, (no veo por qué deben esperarse varios días tampoco, por lo sencillo del trámite: imprimir una carta que culmina con un "Bolivarianamente" en lugar de "Atentamente", en la que se exponga que SÍ salió del país Fulanita de los Valles), mis movimientos migratorios, correr a Finanzas con TODA mi documentación NUEVAMENTE, cartas explicativas incluidas, para evitar que ME SANCIONEN a mí, señores, a mí, quien nunca dejó de hacer uso correcto de sus divisas. De su derecho. Cuando salí de Finanzas (no sin antes haberme desahogado con el funcionario de turno, con manos sudorosas, un payaso más del circo en el que estamos, desde hace 13 años, arriesgándonos por cuántas acrobacias nos salen por semana, a quien terminé diciéndole que no era culpa suya nada de esta injusticia, pero que yo era una persona honesta, que no cruza los semáforos en rojo siquiera, que piensa en los demás y blablabla) me sentí un poco menos venezolana, muy a mi pesar, sí. No me sentí identificada en lo absoluto con este chiste de mal gusto, con el castigo por no ser adepta a algo amorfo (porque seguro mi firma de la famosa Lista Tascón no se borró como los sellos de entrada y salida) que dice ser una ideología política socialista (aclaro, la del siglo XXI), con conceptos tergiversados, manejados al antojo y conveniencia, cuya mención es suficiente para burlarse una vez más del pueblo, del verdadero pueblo, día tras día, sin cansancio, sin disimulo. Subestimándonos, una vez, subestimándonos. 

miércoles, 7 de marzo de 2012

Motivos

He creado este espacio para compartir pensamientos, ensayos y artículos de opinión. Es un espacio abierto, que le da la bienvenida a todo aquél que desee explayarse sobre algún tópico: Música, arte, literatura, filosofía, ciencia, cultura general, noticias y más. Si te gusta escribir y quieres participar, bienvenido eres una y mil veces. Por lo pronto, también escribiré un par de cosas, considerando que a veces mi espacio en Twitter me queda un poco corto. Acá, pues, no habrá límite de caracteres... ¡A imaginar se ha dicho!